jueves, 16 de octubre de 2014

Del poemario que nunca escribiré

Lleno de ansiedad
asistí
a un taller de poesía.

El poeta
-insigne como todos los poetas-
dijo:
            Hay demasiadas palabras.
Piense:
            Sentenció.
¿Qué es lo que le va a decir al mundo?

Deshágase del tiempo y del amor:
                                                           De la memoria.

Sea tiempo.
Sea amor.
Sea memoria.

¿Qué es lo que quiere que permanezca?


-El silencio.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Juan José Arreola: El artesano de la palabra

Existen escritores que desde su primer libro, edifican el imaginario de lo que será la totalidad de su obra. En ese esbozo primigenio de construcciones literarias, poéticas, podemos ver las gesticulaciones, los rasgos, las peculiaridades sintácticas. El primer libro se nos aparece entonces como una piedra fundacional donde serán evidentes los vértices y vórtices de las distintas tradiciones literarias que confluyen en ella, además del cauce natural que habrá de adoptar su propio estilo. En las letras mexicanas, Juan José Arreola es el más grande exponente de este linaje fecundo y próspero. Varia Invención, aparecido en 1949, signó el molde de su escritura, su hibridación genérica, su constante diálogo con las tradiciones narrativas que le preceden. Borges, a quien Arreola habría de dedicarle incontables horas, henchidas de profunda admiración, dijo en el prólogo de Cuentos Fantásticos, que el título de Varia Invención podría abarcar el conjunto de su obra.
            Lector sagaz y escritor lúcido, Arreola invirtió el modelo borgiano haciéndolo propio. Su capacidad inventiva fue tal, que no sólo atrajo sus libros al terreno de la ficción, sino que arrastró al mismo autor a esas fronteras. Hizo de sí un personaje fantástico y entrañable. De familia de artesanos, aprendió desde joven la paciencia que habría de tener en la confección del hecho literario. Ajedrecista apasionado, devoto creyente, declamador inspirado, actor entregado, amante del cine francés, conductor de televisión, editor brillante, enamorado de la vida y de la mujer antes que de las letras, Juan José Arreola proveyó a las literatura mexicana de un refinamiento que hasta entonces sólo se había visto en el grupo de Los Contemporáneos.
            Al principio de su carrera literaria se le catalogó como el gemelo enemigo de Juan Rulfo. Por un lado, Arreola era el cosmopolita afrancesado, mientras Rulfo era el heredero natural de la novela de la Revolución. Uno hacía literatura realista y el otro se dedicaba a hacer parábolas y juguetes verbales imposibles de clasificar. Rulfo daba una imagen trágica y pesimista de México, mientras Arreola se desvivía por inventar historias que bien podrían caber dentro del terreno del absurdo, uno cercano a Azuela, el otro, a Beckett. La prosa del primero era seca, agreste, plagada de silencios y de hondas resonancias y la del segundo estaba llena de humor y preciosismo: “Yo estuve descalificado desde el principio, mi literatura no era para las masas, yo era, según la crítica pseudorevolucionaria, un  escritor exquisito y afrancesado, no apto para un país en formación que sólo quería escritores que afianzaran, exaltaran y difundieran los ideales de una revolución a la que Adolfo Gilly definió acertadamente como La revolución interrumpida”, cuenta él mismo en las memorias publicadas por su hijo: El último juglar.
Como lo estableció Gadamer en su obra Verdad y Método, la estrecha relación entre texto e interpretación resulta evidente teniendo en cuenta que ni siquiera un texto tradicional es siempre una realidad dada previamente a la interpretación. Es frecuente que sea la interpretación la que conduzca a la creación crítica del texto. Con esto, los críticos  de las generaciones posteriores, dotados de mayores herramientas, pudieron ver que dichas oposiciones eran equívocas y abordaron la obra de ambos desde una perspectiva menos maniquea, menos tradicionalista, más enfocada en sus particularidades literarias que en sus distancias, en suma: en su riqueza expresiva; descubrieron que entre ambos había notables afinidades sobre su forma de entender el objeto literario. Juan José Arreola entendía ese objeto como un conjunto que no se podía separar geográficamente: “Yo creo en la universalidad de la literatura, no en la literatura como expresión de una determinada causa, menos aún de la literatura como representación de un país y una cultura. Creo que Fedor Dostoievski seguirá siendo el más grande escritor de la tierra, porque desde su lejana Rusia, lejana en el tiempo y en la geografía, contó como nadie la trágica historia de la condición humana. Dostoievski ya no es de Rusia, es de los hombres del mundo que se ven en su espejo, y nada más”, dice también en El último juglar.
Toda aparición que implique nuevas formas narrativas en la creación literaria conlleva un cisma en la cartografía crítica. La primera reacción necesariamente será la de conferir nuevos y más amplios criterios a los ya establecidos; la siguiente, cerrarse sobre sus formas. Cualquier intento de clasificación resulta arriesgado y está condenado, por su misma naturaleza, a caducar tempranamente. Las pocas certidumbres que alcanza a dotar toda taxonomía literaria son necesariamente perecederas, pero esto no significa una barrera para el académico en su afán de construir diques contenedores: etiquetas y formas. Hay que reestrenar el mundo a toda costa, mientras las nuevas modalidades creativas y narrativas se insinúan insidiosamente como una mujer segura y definitiva.
            La amplia cultura del último juglar lo señala como el hombre representativo del siglo XX: un artista ecléctico capaz de absorber lo mejor de quienes lo antecedieron y proyectarlo como verdadera obra maestra. En su filosofía de vida, Arreola vacila entre la desilusión más profunda del existencialismo y la actitud escéptica y tranquila del realismo mágico o realismo mítico como lo llamaría Octavio Paz. Ejemplo cabal de esto es “El Guardagujas”, donde nos presenta la más profunda interpretación de su mundo de mediados de siglo. Un mundo azotado por las guerras, la descomposición social, la desesperanza: la absoluta incertidumbre. En este cuento, acaso de los más extensos de su obra, presenciamos un diálogo que se desarrolla entre un viajero y el viejo guardagujas; a través de las palabras vemos cómo poco a poco un cuento casi “histórico” donde asistimos,  grosso modo, a la historia de los ferrocarriles, se va convirtiendo, casi sin querer, en un mundo mágico y mítico en donde todo es posible.
         Arreola transformó el curso de la literatura mexicana con su inventiva deslumbrante y lo hizo de manera categórica, y con ello, posibilitó una escritura cuya capacidad de ser radica en la apertura, en la hipertextualidad y la fusión de fronteras genéricas. Arreola parte del hecho de que toda forma escritural es posible de ser metamorfoseada en materia literaria y por lo tanto es posible tensar sus marcos de modo tal que pueda intersectarse o mejor aún, injertarse en diversos géneros narrativos.
Escribió sólo cinco libros: Varia Invención, Confabulario, Bestiario, La Feria y Palindroma; revisó, reunió y cuidó varias antologías de cuentos y una de notas periodísticas titulada Inventario, y con esto, se sumó a una reducida lista de verdaderos poetas dentro de la prosa modelada en español. La prosa de Arreola está constituida por una imagen poética definitiva. Estiliza como un clásico, con una sintaxis clara y rigurosa, casi lapidaria. Tomó de sus maestros Schwob y Andreiev (que le abrió la puerta a toda la literatura rusa), su capacidad literaria y la llevó a un estilo propio. Elegante, como la de Borges, su prosa fascina y crea, apunta a las cimas más elevadas. Trabaja con un léxico culto, propio, noble; se sirve de las palabras de prosapia pero sabe refugiarse en la voz popular sin rebuscamientos ni ripios. Arreola ante todo, nos enarbola de una infalible felicidad verbal. Es un escritor honesto, humilde, que amó como pocos la literatura y que siempre fue, ante todo, un lector, como él mismo nos lo dice: “No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu […]. Vivo rodeado de sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente”.

jueves, 18 de septiembre de 2014

PALABRAS DE JOSÉ EMILIO PACHECO, PREMIO CERVANTES 2009

Embargado hasta su inicio. Sólo es válido el discurso pronunciado

Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señora Ministra de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Señora Presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y para las Artes de México, Presidenta de la Comunidad de Madrid, Sr. Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señores y señoras.
1947 es una fecha tan lejana como 1547. Ambas se han hundido en la sombra eterna y son irrecuperables. Tal vez la memoria inventa lo que evoca y la imaginación ilumina la densa cotidianeidad. Sin embargo, del mismo modo que para nosotros serán siempre gigantes los molinos de viento que acababan de instalarse en 1585 y eran la modernidad anterior a la invención de esta palabra, en algún plano es real otra experiencia: la de un niño que una mañana de Ciudad de México va con toda su escuela al Palacio de Bellas Artes y asiste asombrado a una representación del Quijote convertido en espectáculo.
Salvador Novo adapta y dirige la obra con música de un mexicano, Carlos Chávez, y un español, Jesús Bal y Gal. Novo pertenece al Grupo de Contemporáneos, equivalente exacto del Grupo de 1927 en España. Mucho tiempo después sabré que Novo había conseguido que en julio de 1936 su amigo Federico García Lorca estuviera precisamente en ese Palacio de Bellas Artes para presenciar el estreno mexicano de Bodas de Sangre interpretada por Margarita Xirgu.
A telón cerrado aparece el historiador árabe Cide Hamete Benengeli a quién Cervantes atribuye la novela. Cide Hamete Benengeli ha decidido abreviar la historia para que los niños de México puedan conocerla. La cortina se abre. De la oscuridad surge la venta que es un castillo para Don Quijote. Quiere ser armado caballero a fin de que pueda ofrecer sus hazañas a la sin par Dulcinea del Toboso, la mujer más bella del mundo.
Dos horas después termina la obra. Desciende de los aires Clavileño que en esta representación es un pegaso. Don Quijote y Sancho montan en él y se elevan aunque no desaparecen. El Caballero de la Triste Figura se despide: “No he muerto ni moriré nunca… Mi brazo fuerte está y estará siempre dispuesto a defender a los débiles y a socorrer a los necesitados”.
En aquella mañana tan remota descubro que hay otra realidad llamada ficción. Me es revelado también que mi habla de todos los días, la lengua en que nací y constituye mi única riqueza, puede ser para quien sepa emplearla algo semejante a la música del espectáculo, los colores de la ropa y de las casas que iluminan el 2 escenario. La historia del Quijote tiene el don de volar como aquel Clavileño. He entrado sin saberlo en lo que Carlos Fuentes define como el territorio de La Mancha. Ya nunca voy a abandonarlo.
Leo más tarde versiones infantiles del gran libro y encuentro que los demás leen otra historia. Para mí el Quijote no es cosa de risa. Me parece muy triste cuanto le sucede. Nadie puede sacarme de esta visión doliente.
En la mínima historia inconclusa de mi trato con la novela admirable hay a lo largo de tantos años muchos episodios que no describiré. Adolescente, me frustra no poder seguir de corrido la fascinación del relato: se opone lo que George Steiner designó como el aparato ortopédico de las notas. Me duele que las obras eternas no lo sean tanto porque el idioma cambia todos los días y con él se alteran los sentidos de las palabras. 
También me asombra que necesiten nota al pie términos familiares en el español de México, al menos en el México de aquellos años remotos: “de bulto” como las estatuillas de los santos que teníamos en casa: “el Malo”, el demonio”; “pelillos a la mar”, olvido de las ofensas; “curioso”, inteligente. Y tantas otras: “escarmenar”, “bastimento”, “cada y cuando”.
Ignoro si podría demostrase que el primer ejemplar del Quijote llegó a México en el equipaje de Mateo Alemán y en el mismo 1606 de su publicación. El autor del Guzmán de Alfarache había nacido en 1547 como Cervantes y estuvo en aquella Nueva España que don Miguel nunca alcanzó. 
Tal vez el gran cervantista mexicano de hace un siglo, Francisco A. de Icaza, hubiera rechazado como una más de las Supercherías y errores cervantinosesta atribución que me seduce. Por lo pronto me permite evocar en este recinto sagrado a Icaza, el mexicano de España y el español de México, a quien no se recuerda en ninguna de sus dos patrias. En todo caso sobrevive en el poema que le dedicó su amigo Antonio Machado: “No es profesor de energía / Francisco A. de Icaza, sino de melancolía”. Y en la inscripción que leen todos los visitantes de la Alhambra. Otra leyenda atribuye su inspiración al mismo mendigo de quien habló también Ángel Ganivet: “Dale limosna, mujer / pues no hay en la vida nada/como la pena de ser/ciego en Granada”.
Como todo, Internet es al mismo tiempo la cámara de los horrores y el Retablo de las Maravillas. No me dejará mentir la Red si les digo que el 30 de noviembre de 2009, en una rueda de prensa en la Feria de Guadalajara me preguntaron, con motivo del Premio Reina Sofía, si con él yo estaba en camino del Premio Cervantes. “Para nada”, contesté. “Lo veo muy lejano. Nunca lo voy a ganar”.
Al amanecer del lunes 30 la voz de la Señora Ministra de Cultura, Doña Ángeles González Sinde, me dio la noticia y me hundió en una irrealidad quijotesca de la que aún no despierto. Por aturdimiento, no por ingratitud, apenas en este día doy gracias al jurado por su generosidad al privilegiarme cuando apenas soy uno más entre los escritores de este idioma y hay tantas y tantos dignos con mucha mayor justificación que yo de estar ahora ante ustedes.
Para volver al plano de la realidad irreal o de la irrealidad real en que los personajes del Quijote pueden ser al mismo tiempo lectores del Quijote, me gustaría que el Premio Cervantes hubiera sido para Cervantes. Cómo hubiera aliviado sus últimos años el recibirlo. Se sabe que el inmenso éxito de su libro en poco o nada remedió su penuria.
Cuánto nos duele verlo o ver a su rival Lope de Vega humillándose ante los duques, condes y marqueses. La situación sólo ha cambiado de nombres. Casi todos los escritores somos, a querer o no, miembros de una orden mendicante. No es culpa de nuestra vileza esencial sino de un acontecimiento ya bimilenario que tiende a agudizarse en la era electrónica. 
En la Roma de Augusto quedó establecido el mercado del libro. A cada uno de sus integrantes -proveedores de tablillas de cera, papiros, pergaminos; copistas, editores, libreros- le fue asignado un pago o un medio de obtener ganancias. El único excluido fue el autor sin el cual nada de los demás existiría. Cervantes resultó la víctima ejemplar de este orden injusto. No hay en la literatura española una vida más llena de humillaciones y fracasos. Se dirá que gracias a esto hizo su obra maestra.
El Quijote es muchas cosas pero es también la venganza contra todo lo que Cervantes sufrió hasta el último día de su existencia. Si recurrimos a las comparaciones con la historia que vivió y padeció Cervantes, diremos que primero tuvo su derrota de la Armada Invencible y después, extracronológicamente, su gran victoria de Lepanto: El Quijote es la más alta ocasión que han visto los siglos de la lengua española.
Nada de lo que ocurre en este cruel 2010 -de los terremotos a la nube de ceniza, de la miseria creciente a la inusitada violencia que devasta a países como México- era previsible al comenzar el año. Todo cambia día a día, todo se corrompe, todo se destruye. Sin embargo en medio de la catástrofe, al centro del horror que nos cerca por todas partes, siguen en pie, y hoy como nunca son capaces de darnos respuestas, el misterio y la gloria del Quijote

viernes, 5 de septiembre de 2014

100 años con Nicanor Parra

Las conmemoraciones son arbitrarias. Se puede elegir cualquier punto en el tiempo y celebrarlo. No hacen falta más motivos que las ganas de celebrar. ¿Celebrar qué? Cualquier cosa, no hay reglas. Los números cerrados suelen gozar de mayor popularidad: 10, 15, 25, 50, etc. No se le ocurra celebrar, por ejemplo, el 43 o el 82, que son cifras de Cronopios y no de Famas respetables.
Este año se conmemoran varios centenarios: Paz, Cortázar, Casares, Huerta, Revueltas entre los más destacados. Generación basta y prodigiosa aquella del 14. Generación noble, crítica y sí, generosa. También combativa. Año signado por el lento e interminable tañer de los cañones. Todos vieron con espanto los días venideros: desesperanza. Dentro de esta pléyade de escritores también se cuenta a un hombre modesto al que podemos celebrar en vida: Nicanor Parra.
Hombre de una sensibilidad entrañable y una forma tan única de ver el mundo, pronto entendió que la poesía era (debía) ser algo más que un artefacto verbal: retórico. Hizo de sus palabras rizos y serpentinas. "Durante medio siglo la poesía fue el paraíso del tonto solemne hasta que vine yo y me instalé con mi montaña rusa". Más cercano a Huidobro que a Neruda, lo que el mundo conoció como la "antipoesía" no es sino "poesía en libertad", poesía en movimiento, lenguaje vivo. Sus cien años no son una arbitrariedad en el tiempo, son una riqueza del idioma. Nicanor Parra es un hombre de palabra(s). Comprometido, autentico, congruente.
No haré un inventario de sus libros y premios, cualquier curioso puede encontrarlos sin mayor dificultad. Nicanor Parra es más que esa suma, también arbitraria, de fama y prestigio. Es un poeta. Es un hombre que edificó realidades verbales, que alucinó pájaros ajenos a toda sintaxis, árboles y niños en la periferia de la gramática. Un hombre que amó apasionadamente su tierra. Que defendió su derecho a decir lo que quería y a decirlo como quería: su derecho al olvido y a la memoria: derechos inalienables del hombre.
Si antes me negué a hacer un inventario, tampoco haré de esto una cronología, baste decir que a lo largo de 100 años, Nicanor Parra ha sido un explorador. Poseedor de curiosidad inquisitiva, hizo del vasto terruño del saber su aldea. Su formación, Matemático y poeta, lo hizo dos veces marginal, dos veces poeta.
Celebremos pues -con la arbitrariedad del tiempo que ha llegado aquí desde no sé qué remota astronomía hasta este preciso instante- cien años de vida de Nicanor Parra.

lunes, 25 de agosto de 2014

Octavio Paz: Cartas del peregrino.

La enorme cantidad de correspondencia que ha sido publicada de Octavio Paz (5 libros), da muestra del enorme intelectual, el gran crítico, el poeta universal, el amigo leal y el callado promotor cultural que fue. De todos estos aspectos son tres los que más reclaman mi atención: El amigo, el promotor y el intelectual.
Al principio, en sus cartas de juventud, vemos las difíciles circunstancias económicas a las que se enfrentaba, los sacrificios que hacía. Siempre dispuesto a dar la cara por su obra, aunque incluso tuviese que poner algo de su bolsa cuando nadie se interesaba por su poesía y su prosa.
Poco a poco el joven se convierte en adulto y con ello su obra madura, crece y se irriga por el mundo, se vierte en infinidad de lenguas: se universaliza. Nunca más el joven poeta mexicano que salió del país con más incertidumbres que certezas. Ahora era un poeta que le pertenecía al mundo.
Supo ser un amigo respetuoso, admiraba a sus interlocutores: Eran sus pares. Desde la distancia, supo mantener un diálogo continuo, ininterrumpido. La epístola: puente flotante. Su carácter, cándido e incendiario a un tiempo, siempre dejó los oídos abiertos a los consejos y a las críticas: sabía escuchar. También era generoso al hablar, nunca negó una opinión. Impulsó, incansablemente, a los jóvenes escritores de todas partes, pero particularmente a los mexicanos: Tomás Segovia, José Emilio Pacheco, Carlos Monisváis, entre tantos. Metía las manos al fuego por ellos, luchaba por el espacio que les pertenecía y por el reconocimiento de su voz.
Resultan innumerables sus recomendaciones librescas, poseedor de una cultura admirable, acercaba a los autores nuevos a diversos editores, particularmente a Orfila y a Díez-Canedo. Sus cartas con José Luís Martínez  revelan cuántos y cuántos proyectos se trazaron en favor de la cultura en México. La correspondencia tanto con Tomás Segovia y Pere Gimferrer son un abanico de libros, intereses, autores, confidencias: memoria. Con Alfonso Reyes hay, ante todo, admiración, deuda, agradecimiento.
Su carácter  polémico no sólo era un gesto del enorme animal político que era en sus entrevistas, ensayos y apariciones en público, también estaba en la confidencia. Miraba de frente, confrontaba, invitaba: su sino era la polémica. Celebraba los triunfos de sus amigos, pero señalaba las flaquezas. Para él, exigía el mismo trato de todos ellos. No era, nunca lo pretendió, un santo. Era un hombre de pasiones: lo movían las pasiones. Era impulsivo y su inteligencia, aplastante.
En estos libros no caben las imposturas, todo lo allí vertido se hizo en la intimidad y la confidencia: en complicidad. Nadie esperaba que algún día aquellas líneas se hicieran públicas. Páginas y páginas de verdades desnudas: francas.
Su correspondencia es, en suma, su mejor autoretrato, su mejor crítico, su mejor testigo y su mejor juez.

lunes, 18 de agosto de 2014

Carta de Octavio Paz a Arnaldo Orfila

Niza, 12 de diciembre de 1968


Señor Arnaldo Orfila Reynal
México, D.F.

Muy querido amigo:

Contesto hasta ahora sus cartas porque quise aprovechar la travesía marítima para terminar un trabajo pendiente, descansar y reflexionar un poco. Perdóneme.
     Ante todo: el mensaje que usted me envía -y que, según un recorte que me envió mi madre, apareció también en un diario y en Siempre!- me ha conmovido y emocionado. Me impresionaron particularmente de algunos colegas de El Colegio Nacional, como la de ese viejo magnífico que es Silva Herzog y la del doctor González Guzmán. Le ruego que agradezca a todos los firmantes, en mi nombre, su generosos saludo. He hecho la misma suplica a Fernando Benítez, en relación con el mensaje de los poetas jóvenes y de otros textos aparecidos en el suplemento literario de Siempre! Yo no puedo, por falta de tiempo, escribir a cada uno como quisiera. Ojalá que todas esas energías puedan movilizarse ahora en favor de José Revueltas. Su caso es más importante que el mío. Ignoro si ya se han hecho gestiones para obtener su libertad. Leí un manifiesto firmado por la mayoría de los miembros del PEN Club. Creo que no es bastante. He pensado que Fuentes y yo, ayudados por muchos amigos, podríamos iniciar una campaña internacional, pero antes de emprender cualquier cosa me gustaría su opinión y la de otros escritores mexicanos que compartan nuestra actitud.
     Mis planes: hasta fines de marzo permaneceré en París. Después ire, por un trimestre, a una universidad norteamericana. En seguida, a mediados del año próximo, iré a México para dar un curso en El Colegio Nacional -si, como espero, eso es posible. En caso contrario regresaré a Europa. Oxford y Cambridge me han invitado por un semestre, la primera como Overseas Fellow y la otra como Fellow de All Souls. También me han propuesto una cátedra en la nueva Facultad de Vincennes pero no he aceptado porque se trata de un puesto permanente y yo prefiero, hasta no saber que dirección toman los acontecimientos mexicanos, no contraer compromisos que excedan un semestre. En realidad he recibido más de quince proposiciones de distintas universidades...
     Al desembarcar en Barcelona encontramos -ya se imaginará nuestra emoción- que nos esperaban en el muelle varios amigos: Carlos Fuentes, García Márquez, Barral y otros poetas jóvenes españoles. Naturalmente el tema central de la conversación, entre Carlos y yo, fue la revista. Su idea es que, por ahora, no es posible editarla en México. Temo que tenga razón. Insistió en su antiguo proyecto: un comité de redacción o dirección compuesto de cuatro o cinco escritores latinoamericanos, con sede en París. Nombres posibles: García Márquez, Cortázar, Fuentes y yo. Además un escritor español y un brasileño. Este Comité tendría una corresponsalía o representación en México y otra en Buenos Aires. En México José Emilio Pacheco y/o Tomás Segovia. En Buenos Aires José Bianco y/o algún otro. Si las condiciones lo permiten, la revista se editaría en México y/o en Buenos Aires. Si el clima fuese decididamente adverso, en París. El proyecto me parece demasiado ambicioso y así se lo dije. También volvió al tema de una cooperación entre dos o tres editoriales. Me confió que tal vez las Éditions du Seuil podrían interesarse de la publicación y la distribución en Europa de la revista. Si así fuese -y usted estuviera de acuerdo- Siglo XXI podría encargarse de la distribución en América y del pago de las colaboraciones. Otra posibilidad: una edición europea y otra americana... En fin, todo esto es aún demasiado vago. Apenas llegue a París -dentro de unos días- volveré a hablar con Carlos y le escribiré a usted dándole una información más precisa y concreta. Lo único que me parece cierto y evidente es la necesidad de la revista.
     Otro proyecto: creo que valdría la pena publicar un libro colectivo sobre los sucesos mexicanos. En principio podría estar dividido en tres secciones: una crónica de los acontecimientos, redactada por uno de los jóvenes escritores mexicanos (García Ponce, Monsiváis, Zaid, Pacheco o algún otro); documentos (manifiestos, declaraciones, algunas muestras de los comentarios de la prensa vendida y de los novos y solanas, una antología de poemas, etc.); textos teóricos, quiero decir, reflexiones sobre lo acontecido y su significación. El libro, claro está, iría abundantemente ilustrado. Aparte de las fotos, podría pedirse a los artistas plásticos su colaboración. ¿Qué le parece mi idea? Si la juzga viable, dígamelo pronto. Por mi parte yo podría colaborar con algún texto crítico -por ejemplo: sobre el monopolio de la información- e inclusive una introducción general. Pero hay que apresurase: el tiempo vuela.
     Me alegro que Corriente Alterna aparezca en segunda edición. ¿Cuándo piensa usted reeditarlo? Si hay tiempo -eso depende de usted- yo podría introducir pequeñas modificaciones. Además, por supuesto, hay que corregir las erratas que se deslizaron en la primer edición. En cuanto a la suma que, según la liquidación que me envió, resulta a mi favor: le ruego que me remita el cheque a mi dirección en Niza. Gracias... Sobre Poesía en movimiento: si efectivamente la casa Dutton se interesa en hacer una edición aunque reducida, lo más natural será que seamos nosotros los que hagamos los cortes. Sería magnífico porque nos darían la oportunidad de eliminar a los indeseables (poéticos -que son, casi siempre, también los indeseables morales y políticos).
     El traductor de El Laberinto al alemán desea tener Corriente Alterna para proponer el libro a su editorial (Walter Verlag AG Olten und Freiburg). [...] Ya le dije que usted le enviará el ejemplar que pide. De nuevo: gracias.
     Salude de mi parte a todos los amigos. Su actitud ha sido espléndida. Pienso en Zaid, Pacheco, García Ponce, Monsiváis, Bañuelos y en tantos otros. A partir de ese núcleo la cultura mexicana puede cambiar -está cambiando de hecho. Tarea inmediata: convertir el PEN Club en el órgano de la nueva cultura crítica de México ¿No cree? Para Laurette, muchos saludos de Marie José y míos. Para usted, un abrazo cordial de un agradecido amigo,

Octavio Paz.


Carta tomada del libro: Cartas cruzadas. Octavio Paz / Arnaldo Orfila. Ed. Siglo XXI, pp. 188-190.

lunes, 11 de agosto de 2014

Del poemario que nunca escribiré

Ejercicio ajeno a toda moral.
Atentado. Flecha certera
en contra de las buenas costumbres.

Las palabras, una a una,
se cubren el rostro, apenadas,
indefensas,
Fluyen sobre la página
monótonamente.
El Poeta,
                        artero, inmisericorde,
usa y abusa del lenguaje,
dice lo indecible,
edifica falsas realidades.

Confiésalo, Poeta.
Has público tu crimen,
destruye esas palabras,
permite a los pájaros ser
pájaros y peces a los peces.
Abandona las metáforas,
devuelve al lenguaje
su voluntad primera.
No detengas las miradas,
                   los gestos,
                   los sonidos.
deja que el tiempo fluya,
deja que se abisme el instante,
que todo desemboque

en su final inapelable.

lunes, 4 de agosto de 2014

La invitación - Juan García Ponce


Desconcierto. Angustia. Desolación. Signos en rotación, signos que son sinos, que evocan. Hay hombres y hay obras: también hay hombres que encarnan su obra. Franz Kafka es, antes que un hombre de principios de siglo nacido en Praga, una obra literaria que lleva por marca de nacimiento las palabras iniciales. La fragilidad con que se nos aparece –su rostro discreto, su mirada negra, profunda, sus modales comedidos– es inversamente proporcional a la fuerza de su trabajo. Uno a uno, sus cuentos y novelas marcaron y definieron a generaciones enteras de escritores. Brindaron estructura a géneros literarios. No cabrían en apenas unas líneas todo lo que la literatura le debe a este hombre.
            Sin embargo no es de él de quien me siento a escribir, sino de uno de esos escritores a los que no entenderíamos del todo sin reconocer su influencia: Juan García Ponce. La invitación, novela del escritor yucateco publicada en 1972 es un viaje que atraviesa las páginas que van de La metamorfosis a El proceso. Novela llena de angustia, desconcierto y desolación. R. el personaje principal llega a nosotros con la misma fragilidad con que se nos aparece Gregorio Samsa; es un personaje enfermo, inseguro, marginado, que intenta, por todos los medios, sobreponerse a su situación. Su enfermedad es en sí misma un misterio, no tenemos más información que una serie de altas temperaturas que lo han llevado a un encierro de meses. Las primeras líneas son el punto de partida rumbo a lo incierto. Ya, a la orilla de su enfermedad, R. decide salir a descansar en el parque que observa diligentemente desde su ventana. Ahí, sobre una banca a la sombra de un árbol, R. se encuentra con Mateo Arturo, un antiguo compañero de la universidad. El encuentro es casual, lleno de frases mínimas. Después de hablar un poco sobre prácticamente cualquier cosa, Mateo Arturo invita a cenar a R. a su casa, la misma que visitaban cuando eran estudiantes. Aquí comienza el descenso de R., descenso que, al igual que el de K., atravesará varias etapas. R. esclavo de la contingencia, es una persona a la que todo le sucede, nada es consecuencia, todo es acto puro. El acepta su circunstancia con resignación. Es un espíritu abnegado a la sombra de su madre, no como el de Griselda a los pies de su marido, pero esa abnegación determina su conducta. También teme a su padre, como Franz. La invitación de Mateo desencadena una serie de encuentros y desencuentros, de enigmáticas posibilidades. El deseo y la obsesión entran en un juego donde no se conocen las reglas ni los oponentes.
            Juan García Ponce es una contradicción plena. Su obra oscila entre el instinto y el intelecto, entre lo dionisiaco y lo apolíneo: es ambivalente. Perteneciente a la generación del “medio siglo”, al lado de escritores como Sergio Pitol, Salvador Elizondo, José de la Colina, Inés Arredondo, contribuyó notoriamente a la renovación de las letras mexicanas. Amante del arte, hizo de él y de la relación que éste tiene con la vida su leitmotiv.
            García Ponce alguna vez dijo: “el intelecto se aboca a lo instintivo para iluminarlo y darle sentido”. Es de comprenderse entonces el por qué siendo un notorio crítico y un ensayista de pensamiento propio, sea en sus novelas y cuentos donde mejor se resuelven  sus temas. Y así como en Kafka los temas se resuelven, paradójicamente, en la incertidumbre, en García Ponce se resuelven en el erotismo. En este caso –en La invitación, quiero decir– el erotismo es un fin en sí mismo y la fantasía, la poética de lo fantástico, es el medio para ese descubrimiento.
            R, encuentra en Beatrice su guía hacia lo erótico. Ella es el altar de las pasiones y el templo de las obsesiones. Y así como Mateo fue el batir de alas de la mariposa que lo condujo a Beatrice, ella a su vez lo conducirá a las puertas de su proceso. Esta historia transcurre en la Ciudad de México apenas unos días antes de la matanza en Tlatelolco. Esta circunstancia social no define las páginas de la novela, pero si las enmarca.

            Escrita en una prosa elegante, pero sin caer en los pomposos culteranismos, La invitación es una novela bien construida, llena de interrogantes, de guiños, emprestitos diría Alfonso Reyes; una novela que no se conforma con narrar una historia dada, sino que construye  una realidad y participa de ella, y eso es algo que siempre se habrá de valorar.

lunes, 21 de julio de 2014

A pesar del oscuro silencio - Jorge Volpi

Jorge Cuesta es algo más que un poeta, es una voluntad crítica, una inteligencia pura. Sus breves poemas son testigos fundamentales de su genio creativo. Perteneció a una generación de poetas no menos brillantes. Nombres como Villaurrutia, Gorostiza, Novo, Pellicer, Owen, Torres Bodet, Gonzáles Rojo y Ortíz de Montellano, no necesitan presentación. Su obra habla por ellos: es una obra viva, que todavía no ha dicho sus últimas palabras. Mientras unos escribían desde el centro del torbellino –poseedores de espíritus polémicos–, los demás prefirieron el silencio: Cuesta era uno de ellos; mientras la mayoría se encontraban fascinados con las nacientes vanguardias: Joyce y Eliot, dentro de las lenguas inglesas, Mallarme en la lengua francesa y Huidobro entre los nuestros, Jorge Cuesta se distinguió por volver la vista atrás, hacia un pensamiento crítico. Leyó con atención a Voltaire y a Nietzsche, a Baudelaire y a Rimbaud. A lo largo de estas páginas encontró su expresión y modeló su sentido crítico, agudizó su voluntad y su inteligencia.
            Si bien la mayor parte de la obra de Jorge Cuesta está vertida en sus ensayos, muestra clara del tamaño de su curiosidad, son sus poemas los que desconciertan, por un lado, debido a su sintaxis apretada, al hermetismo de sus versos perfectamente medidos y por el otro, a la profundidad y extrañeza de su temática: más filósofo que poeta, más crítico que sensible y sin embargo, llegaba a sus destinos por su afinada intuición.
            Cuesta es, quizá, el único poeta, el único espíritu verdaderamente maldito de nuestras letras. Un hombre que hizo de su vida un misterio y de su obra una seducción. Al igual que Gorostiza y su Muerte sin fin y que Villaurrutia con su Nostalgia de la muerte, Cuesta nos legó uno de los más grandes poemas de su generación: Canto a un dios mineral. “El Canto es más que un poema sobre los estados y transformaciones de la materia inerte, como lo ha visto Salvador Elizondo; el Canto es por el contrario el resumen de una vida, una búsqueda y también –hay que decirlo– de una muerte” nos cuenta Volpi.
            La forma tan dramática de su muerte, sus relaciones, su presencia siempre ausente, sus obsesiones tan bien definidas, hacen que su obra nos resulte fundamental y su figura inolvidable.
            Es todo lo anterior y más aún lo que condujo a Jorge Volpi a escribir A pesar del oscuro silencio. Suerte de novela, biografía, ensayo: narración híbrida de extraordinaria manufactura, poseedor de un manejo del lenguaje pleno, sin todos esos ripios que tanto detestaba Borges. Este libro encarna la economía literaria: apenas 115 páginas que resultan suficientes para contarnos dos historias. La primera, claro está, la de Jorge Cuesta; la otra, la de Jorge, un escritor (quizá el mismo Volpi) que encuentra una simpatía y una empatía por el poeta y decide rastrearlo: ir tras él, detrás de sus huellas, encontrar lo perdido. La simetría de planos y la similitud de las circunstancias no atenúan el doloroso desenlace; el del primero bien conocido, el del segundo, predecible.
            Retos de este tipo resultan sumamente complicados por el peso intelectual del personaje que se pretende ficcionar,  porque es muy fácil recargarse en los excesos: por un lado, se puede caer en la adulación gratuita y por el otro, en la inflexibilidad que conduce a la inmovilidad: se termina por no decir nada. Jorge Volpi sortea todos estos escollos con una maestría envidiable
            Es justo decir que esta no es sólo una novela escrita para los amantes devotos de la obra de Jorge Cuesta, es también una invitación para los que no lo conocen, pero sobre todo, es una novela que vale por sí misma. Una novela de una trama sólida, de una estructura y un argumento a prueba de falla, de personajes –ficticios o no– perfectamente bien definidos.


lunes, 30 de junio de 2014

La Fila India - Antonio Ortuño

El pasado 27 de junio se presentó en Aguascalientes el libro La Fila India de Antonio Ortuño. El evento tuvo lugar en el CIELA/Fraguas (Centro de Investigaciones y Estudios Literarios de Aguascalientes) y tuve la fortuna de estar invitado a la presentación junto con Edilberto Aldán, director editorial de La Jornada Aguascalientes, Mariana Torres, directora del CIELA y claro, Antonio Ortuño. A falta de poder reproducir todo lo que se comentó en la mesa -y fuera de ella-, les dejo las notas que tomé para mi participación:

La primera sensación que tengo ante este tipo de libros es la de meter la realidad en la casa de los espejos. El juego de reflexiones a la que se ve expuesta la reduce o incrementa casi arbitrariamente, todo está transfigurado. En este caso, el autor es el espejo y sólo él decide qué es lo que habrá de reflejar.
La Fila India es un retrato sórdido de una realidad evidente y desbordada: evidente por su cotidianidad y desbordada por su apatía. Realidad inasible, fugaz, a fuerza de rutinaria: realidad mecánica. Leemos o escuchamos o vemos las noticias sin distingo alguno, lo mismo deportes que sociales que la nota roja, la misma voz de infomercial taciturno resonando en el insomnio: un muerto más aquí, uno más allá. Una fila india de hormigas trabajadoras y retobonas.
Este es el escenario que nos presenta Antonio Ortuño. Una historia despojada de todo maniqueísmo. Aquí no hay villanos, tampoco hay héroes. Nadie trata de salvar a nadie porque su obligación de buen cristiano o su deber cívico le obligue. Aquí la gente hace lo que tiene que hacer. Irma, la Negra -personaje principal de la novela-, no se va a meter al sureste de México a resolver las masacres cometidas a centroamericanos por un sentido de hermandad, va porque lo tiene que hacer, porque es su trabajo, porque de ahí come su hija y tampoco se lleva a su niña para crearle un vago sentimiento de conciencia social, lo hace porque no le queda de otra. Hace su trabajo lo mejor que puede, pasa las horas en su oficina intentando ser medianamente útil. Si algo distingue a la Negra, es que al menos ella no es indiferente. Seguro habrá quien diga que no lo es precisamente porque acaba de llegar ¿cómo no ser indiferente cuando se lleva años metido en el infierno?
Si hay algo que verdaderamente me atrapó desde el principio es esto. Este volumen que Antonio Ortuño logró darle al personaje, esto que lo hace real. Un personaje más preocupado por el qué va a comer su hija, por si hizo la tarea o si tiene el uniforme de la escuela limpio, antes que por todo lo que pase a su alrededor. Un personaje más preocupado porque el padre de su hija le pase la pensión completa, uno que se preocupa por darle techo antes que vacaciones: los dramas personales siempre van antes que los sociales.
También esta Yein, víctima sobreviviente a un ataque dentro de un albergue para centroamericanos: víctima sobreviviente de morir quemada, pero no de su destino. Ella encarna el fondo de la historia. Migrante, violada, vejada, humillada, amenazada, viuda. Su sino es el Horror, así, con mayúscula. Su relación con Irma nace en el seno de la tragedia: está marcada por la tragedia. Una representa al Sistema y la otra ha padecido al Sistema. Hay empatía sin embargo: las dos han padecido. Cada una a tenido que atravesar a pie su propio infierno. Ella, Yein, está ahí porque no puede huir, la justicia que busca es alta y su precio es proporcional. Mas, cuando se le ha arrebatado todo, ¿Qué tiene que perder?
El resto de los personajes (el periodista, el delegado, el padre de la niña), todos en su conjunto resultan agudos, todos están bien definidos. Todos tienen pasado, pero es su presente el que importa. La Fila India es el escenario donde los personajes viven, no el diván donde lloran y se arrepienten. Nadie siente remordimiento, no tienen tiempo.
Ellos simplemente hacen lo que tienen que hacer.
Arrepentirse implicaría un acto de conciencia y ello, a su vez, implicaría haber tenido opción.
Debo confesar que a mí La Fila India en términos de realidad social, de crítica , me importa poco comparado con su valor literario. Lo que busco al leer una novela es que sin importar que lo que me cuenten tenga o no un sustrato real, esté bien contada. EL manejo del lenguaje, la resolución técnica de la trama. Y es aquí donde yo me recargo. El lenguaje empleado por Ortuño es áspero, casi agreste. En ocasiones tranquilo, pero de pronto hiere, punza. Las palabras saben a ceniza recién enfriada, a puñalada y a lamento. Las diversas voces de este libro son procaces, insolentes, sin premeditación, es decir: son naturales. Y ese lenguaje, justamente natural, tan propio de la conversación, permite que la narración fluya sin contratiempos: es eficaz. Su estructura poliédrica, construida por los distintos puntos de vista de los personajes, le da consistencia: no es parcial. No hay una sola voz. No hay juicios.
Son muchas lar virtudes que nos ofrece La Fila India, pero si he de escoger alguna, me quedo con esto: lo más difícil que hay en la literatura es desaparecer la voz propia de lo que se escribe, interferir lo menos posible, no emitir nuestras propias convicciones, en suma: no adoctrinar; y esto, Antonio Ortuño lo hace con maestría. La Fila India es una novela sólida, bien escrita, no una mera nota de semanario policial, y esto, yo como lector, es lo que le agradezco al escritor.

jueves, 5 de junio de 2014

Tres formas de enredarse con el malo del cuento

 La villanía seduce, el cinismo, asombra. Los malos del cuento siempre son mucho más atractivos que los príncipes azules. Sus trajes son tridimensionales, sus conductas, impredecibles. Su rebeldía invita: reta. “Si van a despreciarte porque eres lo peor, de una vez que se enteren que no tienes remedio” dice Xavier Velasco. Personajes como Nicolás Lobato en La vida conyugal de Sergio Pitol, Isaías Balboa en Puedo explicarlo todo de Velasco y Aristóteles Brumell-Villaseñor en La muerte de un instalador de Álvaro Enrigue, nos atrapan enseguida. Su larga lista de estafas, abusos y fraudes hechos al despecho de la totalidad impunidad nos dejan boquiabiertos. Su capacidad para hacer de las peores tropelías simples travesuras resulta inaudita.
            La narrativa negra de la que se valen estos autores para hacer de estos personajes literarios personas vivas con nombres y apellidos es un medio no sólo eficaz, sino preciso: agudo. Sergio Pitol encarna en Nicolás Lobato al funcionario tipo de nuestra política: un sujeto des-almado que opera en total impunidad desde las sombras. Un hombre que no sólo participa y contribuye de la corrupción para beneficiarse económicamente, sino que se nutre de ella, vive –literalmente– de ella. No es el dinero lo que busca, no es el poder lo que codicia, es la adrenalina que produce el saberse del otro lado de la línea: intocable.
            Isaías Balboa es más mundano, escritor inventado de novelas de superación personal, lo que lo mueve es la potencia de sentirse admirado, envidiado, celosamente vigilado. Que todos espumeen de rabia al verlo pasar y digan entre dientes: como te odio, grandísimo cabrón hijo de puta. Su signo es el del predador: caza por placer, porque en el fondo él es un animal carroñero. No hay nada que disfrute más que atrapar a su víctima con los calzones en los tobillos. Enredarlos en un sistema de fabulación de autoestimas a base de frases hechas, para tan sólo un momento después, escupirle en la cara y babearle el cuello con su fétido aliento.
            En este sentido Aristóteles Brumell-Villaseñor tiene un poco de estas dos joyas de la corona, pero su leitmotiv no es otro que el placer de pasar por encima de la gente a toda costa. De hacer de la humanidad no su tapete: su servidumbre. Disfruta de la maquinación. Consideraría de mal gusto mandar golpear o matar a su juguete, no, Aristóteles jamás haría algo como eso; él construye tramas, edifica laberintos, genera máscaras: hace de todo un escenario. Si codicia a tú mujer no es tan vulgar como para ofrecerle un millón de dólares y acostarse con ella, filmarla y subirla a youtube para echártelo en cara, no, Aristóteles Brumell-Villaseñor contrata mujeres para que se hagan sus amigas, le consigue trabajo, uno inventado a su medida para que destaque, la hace subir de posición para que te mire desde arriba, la hace abandonarte echándote en cara lo terriblemente mediocre que eres, para después hacer de ella una puta profesional y citarte en su oficina justo en el momento en que la sodomiza. Ese es el mundo en el que vive y en el que viven todos los que lo rodean.

            Recién terminé de leer La muerte de un instalador y me quedé callado en un rincón de la habitación recordando y riéndome malsanamente de todos estos personajes que han hecho de algunas de mis lecturas mis placeres más secretos. Rechazo en automático todo tipo de literatura maniqueísta y bidimensional, pero esta novela del maestro Enrigue me atrapó desde la primer página. Es una novela breve, apenas alcanza las 145 páginas, que son suficientes para contarnos la historia de un lobo que tiene entre sus fauces a un pequeño conejito y de la preparación del banquete. Amante del Slow Food se relame los dientes y te invita a la mesa. Su relación con las otras novelas mencionadas es circunstancial, casi inexistente. Son sus personajes los que me resultaron sumamente familiares aunque no lo son, lo único que comparten, es que todos viven en la misma ciudad ¿será que la Ciudad de México saca al canalla que todos llevamos dentro? No les digo más, si no conocen alguna de estas tres historias, de estas tres formas de presentarnos al infame barbaján capaz de cualquier cosa, adelante, disfrute usted de esta trama de maquinaciones al mero estilo del absurdo negro y no se sienta mal si se descubre con una sonrisa en medio de la escena más sórdida, al final todos somos humanos, quizá demasiado humanos.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Julio Cortázar. Clases de literatura: Berkeley 1980

Nos vemos apenas yo regrese. Un abrazo muy fuerte, Julio. Estas fueron las últimas palabras con las que Cortázar se dirigió, a Eduardo, sí, pero también a todos los que lo seguimos, hace 3 años en Cartas a los Jonquières.
La materia inagotable de la pluma de Julio Cortázar sigue fluyendo igual que un río profundo y denso. Su generosidad desborda los límites del modelo del intelectual. Cercano, honesto, íntimo hasta la desgarradura, comprometido con sus convicciones, Cortázar es siempre algo más que un escritor: es un amigo, un hermano mayor que siempre escucha y –ahora más que nunca– un maestro.
Clases de literatura: Berkeley 1980 es lo más reciente que ha surgido de esa enorme labor de rescate que hace Carles Álvares Garriga con la obra de Julio Cortázar. En este libro encontramos a un Julio pleno, dueño de la palabra, seductor en su entonación y poseedor de una erudición descomunal. A lo largo de ocho sesiones, Cortázar expone, así como se van dando los temas en una charla de café, todo lo que sabe en materia literaria. No escatima: se brinda. No es egoísta: sabe hablar pausadamente, pero sobre todo, sabe escuchar. No rehúye ninguna pregunta y como todo buen conversador, encuentra en cada interrogante una invitación al diálogo.
La transcripción que se hace de esas cintas –donde se registraron las clases– es tan clara, que se pueden escuchar los silencios, las risas ocasionales, el chasquido de los cerillos al encender el cigarro: las cucharas al revolver el azúcar en el café.
De la maestría de la pluma de Cortázar nada queda por descubrir, mas ahora se confirma en su forma oral su procedencia. Es un hombre reflexivo: piensa antes de hablar. No se regodea con el sonido de su voz, antes, acusa impaciencia por su turno para escuchar.
Cada nueva línea que aparece de Cortázar genera admiración, sorpresa y sí, devoción. A través de este libro, ahora se multiplica el número de asistentes que tomaron el curso, que apegado a su estilo, nos permite conocer de manera más cercana el origen de muchos de sus textos. Nos encontramos –por citar algún ejemplo– con el nacimiento inmortal de Continuidad de los parques. Cortázar es incapaz de asumir un discurso teorizante, en lugar de eso, aborda cada tema con lecturas en la mesa. Se descubren autores, cuentos, poemas, en sus clases. Asistimos –esa es la palabra adecuada– a lecturas más que a clases.

Para todo aquel que sigue la obra del argentino, este libro será inagotable. Como todos los demás, invita –reta– a la relectura. Es también un libro para todos aquellos que quieren aprender un poco más sobre la literatura y sus hilos, pero sobre todo para aquellos quienes amamos el oficio de leer.

martes, 29 de abril de 2014

Aquella noche de marzo: Gracias Gabriel García Márquez

Cómo olvidar aquella noche de marzo cuando descubrí la obra de Gabriel García Márquez. Al igual que cualquier chico nacido en los ochenta, el arribo de Cien años de soledad se daba temprano, en la primera y más valiosa juventud. Cursaba el tercer grado de secundaria y poco interés tenía en la literatura. Los libros eran pocos. Nacido dentro de una familia modesta, casi anónima, la presencia de los libros resultaba un hecho extraordinario. No carecí del maestro que me instó a leer el libro, pero como todo a esa edad cuando nos llega de una figura que asumimos con cierta autoridad, lo más natural es el rechazo. Con todo, intenté la lectura. Fue una experiencia débil, distraída, fugaz. No conservo mayor recuerdo de aquella remota experiencia.
El tiempo es como un disco que gira y gira infinitamente disfrazado de olvido. El nombre del patriarca estaba ahí, sí, pero estaba como suelen estar los nombres de las calles: insustanciales, vacíos. Algunos años después conducido de la mano por una novia, me senté una noche cálida de marzo sobre la cima inhóspita de una resbaladilla enorme. Ella había pasado noches enteras intentando, inútilmente, que me acercara a la obra del colombiano. Había recelo, por supuesto, pero lo que no logró el consejo de aquel profesor, lo habría de hacer el deseo.
Al llegar a su casa aquella noche la vi salir sonriendo traviesamente. Recién se había bañado y su pelo negro olía a yerba fresca. La vi con un libro verde de pastas duras y me dijo al oído, aprovechando el impulso de un beso: Vamos al parque. Llegamos y el lugar estaba prácticamente vacío; a lo lejos se veían un par de ancianos sentados sobre una banca alimentando a la memoria con retázos de recuerdos. Nos dirigimos a esa enorme resbaladilla de cemento. En el camino al parque nos detuvimos en una tienda. La veía caminar dueña de toda la situación, no requería de mí para nada. Tomó un par de botellas de agua, un mazapán y una cajetilla de  mis cigarros habituales: sabía que sería una noche de largo aliento.
Cuando llegamos a la cúspide me miró con una sonrisa de triunfo: me tenía en sus manos. Me besó dulcemente y nos sentamos. Al fin me alcanzó aquel libro verde que ya lucía como un misterio y leí en su fina caligrafía dorada: Extraños Peregrinos: Doce Cuentos. Todavía recuerdo el florero y las rosas que adornaban su portada.
Pasé las páginas con la incertidumbre de quien no sabe lo que busca. Me dijo: Ve a la página ciento tres. Recorrí las hojas lentamente como si diera una larga caminata, tenía que ganar tiempo, pensar, prepararme. En lo alto de la página se leía "Sólo vine a hablar por teléfono". ¿qué se puede esperar de un título así? Anda -me dijo despacio- léeme ese cuento.
No hay forma de narrar lo que siguió a continuación. La experiencia física a la que me vi sometido, el estremecimiento, el dolor y a un tiempo, la fascinación, el asombro, la perplejidad. En un momento dado de la lectura comencé a llorar, aunque aún hoy, doce años después, no logro precisar el por qué. Era todo, quizá. No sabía que se podía escribir así, que se pudiera contar una historia en donde, inexorablemente, el peso del destino nos cayera de pronto. En mis escasos periplos literarios había leído algunas páginas de Homero, Sófocles, todo Euripides, pero al estar ahí sentado con un cigarro al que no podía encender por el temblar de mis manos, fue como si todo aquello que yo había leído y que se había escrito dos mil trescientos años antes, se materializara frente a mí. Siglos y siglos navegados hasta esta orilla remota en que me encontraba, sólo que esta vez venía con certidumbres y con un lenguaje que también era mío: la totalidad de la tragedia griega esperaba ahí, en esas breves páginas, para mí.
Esa noche cuando me fui me llevé el libro conmigo; lo terminé esa misma noche, por supuesto. Al siguiente día me levanté temprano y me encaminé a mi Café habitual. Llevaba el libro conmigo. En cuanto abrieron las librerías del centro corrí en busca de mí ejemplar. Esa noche le devolví el libro y con curiosidad me preguntó ¿te gustó? sonreí tímidamente y saqué de la mochila mi libro, verde también y con sus rosas rojas.
Lo habré leído un par de ocasiones más en ese mes, hasta que un domingo de abril, en casa de un amigo vi un ejemplar de Cien años de soledad. Supe que ese era el momento. De inmediato me anegué en su música. Era (es) un libro oral. Un libro en que cabía todo el lenguaje, todo el tiempo, toda la memoria. Estaba pleno de recuerdos y evocaciones. Mi abuela, mis tías, todos me esperaban ahí, magistralmente retratados. Fueron días de abandono; todo era para mí una extensión del libro: dejaba de leer para hablar con mis amigos sobre lo que leía y dejaba a los amigos para volver al libro. Pobres de mis amigos, cómo me padecieron.
Comencé a leer todo lo que me caía en las manos y debo a aquel año axial todos mis libros de García Márquez, exceptuando los de publicación posterior que buscaba desaforado apenas me enteraba de ellos. No recuerdo entre aquel año y este día, uno en que no haya leído, al menos una vez, esa obra maestra de trescientas cincuenta y un páginas en la edición de sudamericana. Más de una docena de ediciones han poblado mis libreros. Conservé las primeras, que son las que más aprecio. Las otras las he ido obsequiando.
Hoy no hay mucho que pueda decir. He dedicado muchas páginas a escritores que admiro y a quienes guardo como mis grandes maestros, en los diversos medios en los que escribo: Borges, Paz y por supuesto Cortázar, pero toda la admiración, toda la devoción y todo el respeto que pueda sentir por ellos no se compara con el cariño que le tengo a Gabito.

A manera de despedida:
En ocasiones soñaba que me lo encontraba en alguna de las librerías que suelo visitar en la cuidad de México. No soñaba con una firma y una dedicatoria memorable, sobre qué libro la habría de plasmar. Anhelaba, eso sí, un abrazo y la oportunidad de agradecerle todo lo que nos legó. Sirvan pues estas palabras y estos recuerdos sentimentales como agradecimiento por toda la obra que nos dejó.

Viva en la memoria Gabriel García Márquez.