martes, 1 de noviembre de 2016

¿Qué decimos cuando decimos justicia?

Me aterra la sed de venganza. Cada vez son más frecuentes las noticias donde la gente está tomando la “justicia” por su propia mano. No señores, no nos confundamos, eso no es justicia. Amputar a una persona, asesinarla, quemarla, atarla a un poste, lincharla a machetazos, eso no es, ni puede ni debe ser entendido como justicia.
            Está claro que nuestras instituciones carecen de prestigio, de confianza. El resultado de eso es una inestabilidad social. Si a eso le agregamos la impunidad y la corrupción, tenemos una fórmula perfecta para una bomba. Ejemplos, muchos. En pocos años hemos “legitimado” las autodefensas, los grupos vecinales, las guardias armadas en colonias. ¿Qué perseguimos con esto? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar? ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar? No caigamos en el cinismo de decir que lo que perseguimos es justicia. Esto no es justicia.
            Ahora está el caso de las mujeres que mataron en legítima defensa a un ladrón que invadió su casa. No tengo razones para no creerles. Tampoco para no hacerlo. Pero ellas ya ni siquiera son el tema, sino las decenas y decenas de expresiones de odio y venganza. Estamos a punto de ver un desfile con antorchas dispuestos a quemar a cualquier persona.
            Hace poco Alex Vázques proponía un ejercicio de reflexión válido. En circunstancias como estas siempre nos asumimos víctimas. Y si por un error de esas instituciones, o de esas autodefensas, o de esas guardias vecinales, fuésemos señalados como responsables de algún delito ¿Cómo nos gustaría ser tratados? ¿Quién preferiríamos que llevara nuestro caso? ¿Abogados y jueces o personas enardecidas? No son pocas las personas que han sido linchadas sin haber cometido un crimen. Sólo porque pasaron por el lugar equivocado a la hora equivocada. Nadie ha ido preso por esos asesinatos.

            Deberíamos de ser más mesurados a la hora de emitir juicios de esta categoría. Solemos dar pasos apresurados y nuestro margen de error es alto. Hay que tener presente que estamos, nos guste o no, hablando de la vida de una persona.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Arte contemporáneo I

 “Si el arte es un reflejo de su tiempo, nuestro tiempo no tiene nada que decir”
            Leo lo escrito y me niego a creerlo. Estoy convencido de que nuestro tiempo tiene mucho qué decir. En la música, en la literatura, en la plástica. Creo (sí, así como acto de fe) que están por llegar los artistas que impulsarán el siguiente paso. Si al inicio del siglo XX tuvimos a Picasso, a Stravinsky, a Elliot, a Joyce, nuestra época no se quedará sin esa voz que nos describa con crueldad, sí, pero también con justicia.
 “El llamado “Arte Contemporáneo” no olvidó su pasado: lo negó”
            No se trata tampoco de acudir –como monaguillos al confesionario– a la tradición. Hay que abrazar la ruptura, sólo a través de ella se puede alcanzar la otra orilla. Duchamp dio el primer paso… los demás se limitaron a repetir y reproducir. Al negar su pasado perdieron el rumbo. Caminaron dando tumbos entre cajas en una habitación sin puertas ni ventanas. Se quedaron solos. Pronto empezaron a pensar que ese mundo que los rodeaba, ese caos, era su contexto, su historia y su voz. Era sólo una pinche habitación vacía. No derribaron los muros para salir, no rompieron con nada. Se quedaron quietos. No hicieron nada.
            Me niego rotundamente a creer que un tiburón flotando sobre formol, un cráneo con miles de diamantes incrustados o un chingo de cubetas apiladas son el siguiente paso de El Gran Vidrio, así como  me niego a creer que una serie de “emojis” algún día serán ¿leídas? Al lado de Four Quartets o de Piedra de Sol.
 “Si el arte es un reflejo del artista ¿Qué nos dicen estas obras de sus hacedores?”
            Nada. No nos dice nada. El tema no se queda en esto. Sería muy sencillo si un galerista o un editor decidiera por un convencimiento que no tiene por qué dar alguna explicación, arriesgar su dinero en exhibir, publicar o promover este tipo de expresiones. Para cada roto hay un descosido. El tema va más allá.
            Programas como el Fonca tuvieron un nacimiento noble. Su objetivo lo era, al menos. No así su cuna. Pareciera que cada programa que nace en el seno de la política está condenado a la corrupción. Lo que pretendía ser un semillero de creadores, terminó por ser un club cerrado a donde solo entran algunos señalados. No en todos los casos, afortunadamente. Celebro cuando, así sea por accidente, se les brinda el estímulo a creadores con verdadero talento. Pero cuando se utilizan recursos públicos para la creación de “poemojis” o para obras que se componen de una escoba y un recogedor, se cae en el terreno de la inmoralidad. Sí: es inmoral que le den dinero a un tipo que lo único que hizo fue ir a la tlapalería, comprar solvente, inhalarlo, y decir que la cubeta que le robó a su mamá es arte y que su calidad la determina su contexto. Ni madres.
            Por otro lado, legitimar o al menos tratar de hacerlo, expresiones tan pobres como colgar sacos en un museo o tratar de descubrir el hilo negro al hacer poemas sin palabras –¿Qué es Van Gogh, sino un poeta? ¿Y Gaudí? ¿Y Bach?, todos ellos son poetas que no necesitaron de palabras– lo único que consiguen es desnudar sus pobres intereses, su triste y patética ignorancia.

Sí, el Arte Contemporáneo es una mamada.

viernes, 21 de octubre de 2016

Bob Dylan.


Por razones que no vienen al caso, estuve algunos días ausente del mundo. No redes sociales. No periódicos. No radios. No televisión. No me enteré del Nobel a Dylan sino un par de días después. De inmediato las reacciones se acumularon en mi bandeja de noticias destacadas. Ni qué decir de Twitter. Todos estaban volcados a favor o en contra. Diré primero que al menos en esta ocasión hubo reacción. El año pasado lo que abundó fue una pregunta: ¿Quién?
            Digan lo que digan, la verdad es que nadie, o muy pocos, habíamos leído a Svetlana. Hoy ya me leí un par de sus libros y puedo decir dos cosas; la primera es que me gustó mucho su sensibilidad para tratar temas bastante delicados; la segunda es que nada de lo que escribe es su voz, sino la de terceros. Es decir, hoy la queja es porque se la dieron a un músico, el año pasado ni notaron que se lo dieron a una periodista. Hoy dicen que lo que se merece es un Grammy, el año pasado no se acordaron del Pullitzer.
            Para mí Dylan es casi Dios Padre. Deidades aparte. Tampoco estoy de acuerdo con el Nobel. La razón es simple y no tiene nada que ver con él, digo, discutir sus méritos es ocioso a la luz de que han dado el premio por menos. Muchos de los laureados con la medalla hoy no los recuerdan más que en la academia y eso no sé si sirva de mucho. No, el tema no son los méritos de Dylan, sino las cosas que esto puede provocar.
            Es decir, con el premio a Bob Dylan se abre una puerta por la que pueden pasar muchas cosas. Lo de menos es que ya se empezó a discutir con cierta seriedad a Cohen, que en hora buena, también lo merece, sino que en broma ya se nombran a otras figuras de la música.
            El premio Nobel no es el Rock n’ Roll Hall of Fame, aunque tampoco es tan serio como la Academia Sueca de las Artes quisiera. Ellos son responsables de los juicios que se emiten en su contra. El premio Nobel debería de premiar con cierta objetividad la calidad literaria de los escritores, es decir, de fondo, debería celebrar a la literatura, a esa torre de Babel construida de todas las lenguas, con lo que, tangencialmente, debería celebrar la otredad. No siempre lo hace, digo más, muy pocas veces lo hace. Cuando no va con la tendencia política del momento, atiende agendas de orden popular. Estamos a nada de ver  –así como ocurrió en los premios Oscar, una oleada en apoyo de DiCaprio sin importar si lo merecía o no– un tsunami en Twitter, Facebook, Instagram, etc., a favor de Murakami, por nombrar uno bastante sonado, como no se ha visto antes.
            Tampoco hay que azotarnos si algún día se lo dan, así como los mismos premios Oscar no siempre, casi nunca, premian a la mejor película, ni los Grammys al mejor disco, el Nobel no siempre acertará con la literatura. Todos estos son premios subjetivos, que si bien sujetos a ciertos parámetros verificables, no son sujetos a falibilidad. Jamás aceptarán que se equivocaron en un premio. Hay quien sigue pensando que Paz o García Márquez no lo merecían, sólo porque a ellos no les gusta tal o cual libro.

            No pasa nada con el premio en sí mismo, seguirá atendiendo a sus criterios subjetivos; mi dilema es que con la apertura del premio a Dylan puede entran de una vez por todas, porque ya tenía medio pie adentro, los intereses del mercado. Y es ahí donde sí  hay problema. El peso de la industria editorial no se compara ni cerca, con el la industria musical.

viernes, 7 de octubre de 2016

Inventario

No hay tal cosa como “separación en buenos términos”. Propaganda de la república del buenpedísmo para hacerse pasar como los “muy maduros”. Ni madres, a mí sí me enoja que cuando se fue, se llevó libros que eran míos, me enoja que los que compramos en común, ni siquiera se tomó la molestia de preguntar quién se quedaba con cual, que de una colección de 5 tomos, se haya llevado el dos, el tres y el cuatro. Me enoja que los cuadros, que los discos, que las películas.
            Me enoja que se llevó la tapa de la cafetera, las tazas del café que más me gustaban, y la tablita para el sushi. Me dejó en cambió su cepillo de dientes, un vaso horrible que compramos en el estreno de una película, dos cabellos flotando sobre mi lado de la cama y la toalla tirada en el piso. Dejó la ventana abierta cuando iba a llover y la carne afuera del refri. Me dejó sus vegetales congelados pero se llevó el helado. Se llevó mi suéter que usaba de pijama y me dejó un rastrillo rosa colgando en el baño.
            Me dejó los planes de Oaxaca y se llevó el viaje al Distrito Federal. ¡Por qué te llevaste a Miyazaki! ¡No tienes corazón! Se llevó el jazz y dejo un disco pirata de U2. Ni siquiera tuvo la decencia de incendiar el carro como haría Gabriel Lynch.
            A los breves días me mandó una factura, pero olvidó incluir una disculpa por aquel vaso de whisky que dejó olvidado en un taxi.
            Se llevó mi receta de enchiladas al horno y me dejó una bolsa de tamales veganos.

            Las separaciones no son más que sumas y restas hechas con renuencia. Los sentimientos se los dejo a Laura Restrepo para que se indigesten. Yo quiero venganza, por eso me comeré la bolsa de gomitas y los waffles que olvidaste, iré a esa presentación del libro a la que no podrás ir, comparé los muñecos que siempre quisiste y les pintaré bigotes. Iré a los conciertos, a las plazas y a los cafés, pero sobre todo: beberé leche directo del envase.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Días de marchar

Vivimos días sacados de las páginas de un libro de Historia. Digo más. De un libro de Historia (mal)editado por la SEP. Con sus tradicionales faltas de ortografía, sus pésimos contenidos: sus mentiras. Salimos a la calle nada más a encontrarnos con marchas por una u otra causa. Todos se asumen justicieros: policías de la moral. He descreído de las marchas desde que terminé la secundaria, que es el único periodo de la vida donde el “idealismo” causa ternura, después da penita ajena.
Lo bueno de la estulticia, es que no se puede esconder; más allá de eso, jamás pensé que se reunieran a marchar. El odio ha enseñado sus dientes. Tratan de coartar derechos enfundados en mentiras y como suele ocurrir, resulta que son ellos los ofendidos, pese a haber tirado no sólo la primera, sino todas las piedras.
Hay que luchar contra esas formas tan denigrantes del odio.
Me queda claro que el tejido social se ha desmadejado. ¿Qué clase de sociedad condena a sus ciudadanos basados en la fe de otros?
Hoy por la mañana escuchando la radio, escuché la noticia de una mujer de procedencia indígena (no pude oír el nombre de la mujer; no importa, es ella como son muchas) fue sentenciada a cinco años por abortar. El encarcelar a una mujer por decidir sobre su cuerpo es una de las formas más bajas del machismo y del odio. No se queda en eso. Criminalizar a una mujer por abortar no es sólo un asunto de morales, sino de clases.
¿Por qué siempre que una mujer es juzgada por abortar, esa mujer pertenece a las clases más desfavorecidas, menos educadas, más oprimidas, más olvidadas?
Pensé en todas las niñas hijas del presidente de tal o cual empresa, de la hija del dueño de tal o cual compañía, de la hija de tal o cual político. Jamás he escuchado una nota en donde se hable de que fueron a sacar de su casa en Polanco a una #LadyAborto.
Este tipo de crímenes no sólo denota nuestras más profundas carencias morales, sino nuestros más terribles prejuicios sociales. Nuestras formas más retrogradas de entender el mundo plural en el que vivimos.
Detesto vivir en una sociedad que criminaliza a una mujer por elegir qué hacer y qué no hacer con su cuerpo. Detesto vivir en una sociedad que se escandaliza por que dos hombres se tomen de la mano y decidan elegir pasar su vida unidos, defendiendo sus derechos más elementales. Detesto vivir en una sociedad que abraza su ignorancia y la sublima como bandera de causa. Una sociedad en que los políticos pueden usar su poder para prostituir mujeres y salir impunes. Una sociedad que se da golpes de pecho en el estrado mientras permite (y en muchos casos invita) la corrupción, la pedofilia, la trata, el homicidio.

No participo de ninguna fe, sobra razones para hacerlo. No por eso espero que los demás piensen como yo. Simplemente defiendo el derecho a que cualquier persona, sin importar su procedencia, su posición, su fe, su preferencia, goce de los mismos derechos que tengo yo al salir a la calle, porque al cerrar las puertas de su casa, cada quien hace de su culo lo que le venga en gana.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Sobre los viejos hábitos

Existen ciertos hábitos que nos acompañan como el olor a quemado. En mi caso es que me resulta indisoluble el acto de leer con el de escuchar música. Depende la lectura, es la música de fondo. Me encanta usar el transporte púbico porque puedo leer, claro que cuando tengo que llegar pronto a un lugar, pues nada, a manejar y ya. Mi gusto por la música es anterior a mi nacimiento, según me contó una vez mi madre.
            Mi madre era una mujer de revelaciones. A veces incómodas, a veces fuera de lugar, pero la mayoría de veces insospechadas. La revelación de mi gusto por la música me la dio cuando me encontró una vez poniéndole música a través de unos audífonos a mi hijo aún en el vientre de su madre. Descubrí que su gusto por Metallica es prenatal, como entendí que era el mío por los Beatles. “Te movías igual que un gusano requemado cuando tu papá te ponía una de sus canciones”. Después mi padre perdió el gusto por la música, excepto por algunos de sus clásicos más, digamos, rupestres. Otra revelación, de las incómodas, fue cuando me dijo que el ginecólogo que llevaba el cuidado de mi hijo, fue el mismo que llevó el cuidado del suyo cuando me esperaba a mí. Nunca supe qué busca con cosas como esa.
            El caso no son las revelaciones de mi madre, sino mi gusto prenatal por la música y el cómo no puedo dejar de escuchar música, literalmente, ni en medio de un parto. Cosa que no le gustó mucho a la madre de mi hijo cuando sonoricé el alumbramiento con Los Ramones y le echaba porras al ritmo de “¡Hey, ho, let’s go!”. Me encanta la combinación de escuchar música y leer. Es como fumar y tomar café o cerveza. Hay una proyección que sublima las dos acciones.
            Hoy venía en ese colectivo que se asemeja tanto a un cinocéfalo griego escuchando a Led Zeppelin y leyendo a Villoro. En un momento dado, la página que leía cobró un mayor sentido cuando el aleatorio de mi reproductor eligió, por un azar indescifrable, “When the Levee Breaks”, y automáticamente recordé que hace unas semanas un amigo me llamó para preguntarme si había visto Argo. El asunto es que él veía esa película y cuando apareció la escena en donde se escucha la mentada canción, se acordó de mí y decidió llamar. No le dije que me salí de la regadera sólo para contestar su llamada, en lugar de eso, le agradecí. Yo también estoy lleno de ese entusiasmo que no sabe de horarios. A más de un amigo he importunado llamándole a deshoras sólo para preguntar cuál es su birriería favorita o en dónde se puede uno comer un huarache decente.

            En ese momento en donde yo estaba pero no estaba en un camión, pero estaba y no estaba con mi amigo y tenía pero no tenía mayor sentido un texto de Juan Villoro, pensé que la vida era demasiado buena y que no siempre se ocupaba de un lugar preciso para, así de golpe, como ocurren estas cosas, pasársela de puta madre.