miércoles, 28 de septiembre de 2016

Días de marchar

Vivimos días sacados de las páginas de un libro de Historia. Digo más. De un libro de Historia (mal)editado por la SEP. Con sus tradicionales faltas de ortografía, sus pésimos contenidos: sus mentiras. Salimos a la calle nada más a encontrarnos con marchas por una u otra causa. Todos se asumen justicieros: policías de la moral. He descreído de las marchas desde que terminé la secundaria, que es el único periodo de la vida donde el “idealismo” causa ternura, después da penita ajena.
Lo bueno de la estulticia, es que no se puede esconder; más allá de eso, jamás pensé que se reunieran a marchar. El odio ha enseñado sus dientes. Tratan de coartar derechos enfundados en mentiras y como suele ocurrir, resulta que son ellos los ofendidos, pese a haber tirado no sólo la primera, sino todas las piedras.
Hay que luchar contra esas formas tan denigrantes del odio.
Me queda claro que el tejido social se ha desmadejado. ¿Qué clase de sociedad condena a sus ciudadanos basados en la fe de otros?
Hoy por la mañana escuchando la radio, escuché la noticia de una mujer de procedencia indígena (no pude oír el nombre de la mujer; no importa, es ella como son muchas) fue sentenciada a cinco años por abortar. El encarcelar a una mujer por decidir sobre su cuerpo es una de las formas más bajas del machismo y del odio. No se queda en eso. Criminalizar a una mujer por abortar no es sólo un asunto de morales, sino de clases.
¿Por qué siempre que una mujer es juzgada por abortar, esa mujer pertenece a las clases más desfavorecidas, menos educadas, más oprimidas, más olvidadas?
Pensé en todas las niñas hijas del presidente de tal o cual empresa, de la hija del dueño de tal o cual compañía, de la hija de tal o cual político. Jamás he escuchado una nota en donde se hable de que fueron a sacar de su casa en Polanco a una #LadyAborto.
Este tipo de crímenes no sólo denota nuestras más profundas carencias morales, sino nuestros más terribles prejuicios sociales. Nuestras formas más retrogradas de entender el mundo plural en el que vivimos.
Detesto vivir en una sociedad que criminaliza a una mujer por elegir qué hacer y qué no hacer con su cuerpo. Detesto vivir en una sociedad que se escandaliza por que dos hombres se tomen de la mano y decidan elegir pasar su vida unidos, defendiendo sus derechos más elementales. Detesto vivir en una sociedad que abraza su ignorancia y la sublima como bandera de causa. Una sociedad en que los políticos pueden usar su poder para prostituir mujeres y salir impunes. Una sociedad que se da golpes de pecho en el estrado mientras permite (y en muchos casos invita) la corrupción, la pedofilia, la trata, el homicidio.

No participo de ninguna fe, sobra razones para hacerlo. No por eso espero que los demás piensen como yo. Simplemente defiendo el derecho a que cualquier persona, sin importar su procedencia, su posición, su fe, su preferencia, goce de los mismos derechos que tengo yo al salir a la calle, porque al cerrar las puertas de su casa, cada quien hace de su culo lo que le venga en gana.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Sobre los viejos hábitos

Existen ciertos hábitos que nos acompañan como el olor a quemado. En mi caso es que me resulta indisoluble el acto de leer con el de escuchar música. Depende la lectura, es la música de fondo. Me encanta usar el transporte púbico porque puedo leer, claro que cuando tengo que llegar pronto a un lugar, pues nada, a manejar y ya. Mi gusto por la música es anterior a mi nacimiento, según me contó una vez mi madre.
            Mi madre era una mujer de revelaciones. A veces incómodas, a veces fuera de lugar, pero la mayoría de veces insospechadas. La revelación de mi gusto por la música me la dio cuando me encontró una vez poniéndole música a través de unos audífonos a mi hijo aún en el vientre de su madre. Descubrí que su gusto por Metallica es prenatal, como entendí que era el mío por los Beatles. “Te movías igual que un gusano requemado cuando tu papá te ponía una de sus canciones”. Después mi padre perdió el gusto por la música, excepto por algunos de sus clásicos más, digamos, rupestres. Otra revelación, de las incómodas, fue cuando me dijo que el ginecólogo que llevaba el cuidado de mi hijo, fue el mismo que llevó el cuidado del suyo cuando me esperaba a mí. Nunca supe qué busca con cosas como esa.
            El caso no son las revelaciones de mi madre, sino mi gusto prenatal por la música y el cómo no puedo dejar de escuchar música, literalmente, ni en medio de un parto. Cosa que no le gustó mucho a la madre de mi hijo cuando sonoricé el alumbramiento con Los Ramones y le echaba porras al ritmo de “¡Hey, ho, let’s go!”. Me encanta la combinación de escuchar música y leer. Es como fumar y tomar café o cerveza. Hay una proyección que sublima las dos acciones.
            Hoy venía en ese colectivo que se asemeja tanto a un cinocéfalo griego escuchando a Led Zeppelin y leyendo a Villoro. En un momento dado, la página que leía cobró un mayor sentido cuando el aleatorio de mi reproductor eligió, por un azar indescifrable, “When the Levee Breaks”, y automáticamente recordé que hace unas semanas un amigo me llamó para preguntarme si había visto Argo. El asunto es que él veía esa película y cuando apareció la escena en donde se escucha la mentada canción, se acordó de mí y decidió llamar. No le dije que me salí de la regadera sólo para contestar su llamada, en lugar de eso, le agradecí. Yo también estoy lleno de ese entusiasmo que no sabe de horarios. A más de un amigo he importunado llamándole a deshoras sólo para preguntar cuál es su birriería favorita o en dónde se puede uno comer un huarache decente.

            En ese momento en donde yo estaba pero no estaba en un camión, pero estaba y no estaba con mi amigo y tenía pero no tenía mayor sentido un texto de Juan Villoro, pensé que la vida era demasiado buena y que no siempre se ocupaba de un lugar preciso para, así de golpe, como ocurren estas cosas, pasársela de puta madre.