lunes, 30 de junio de 2014

La Fila India - Antonio Ortuño

El pasado 27 de junio se presentó en Aguascalientes el libro La Fila India de Antonio Ortuño. El evento tuvo lugar en el CIELA/Fraguas (Centro de Investigaciones y Estudios Literarios de Aguascalientes) y tuve la fortuna de estar invitado a la presentación junto con Edilberto Aldán, director editorial de La Jornada Aguascalientes, Mariana Torres, directora del CIELA y claro, Antonio Ortuño. A falta de poder reproducir todo lo que se comentó en la mesa -y fuera de ella-, les dejo las notas que tomé para mi participación:

La primera sensación que tengo ante este tipo de libros es la de meter la realidad en la casa de los espejos. El juego de reflexiones a la que se ve expuesta la reduce o incrementa casi arbitrariamente, todo está transfigurado. En este caso, el autor es el espejo y sólo él decide qué es lo que habrá de reflejar.
La Fila India es un retrato sórdido de una realidad evidente y desbordada: evidente por su cotidianidad y desbordada por su apatía. Realidad inasible, fugaz, a fuerza de rutinaria: realidad mecánica. Leemos o escuchamos o vemos las noticias sin distingo alguno, lo mismo deportes que sociales que la nota roja, la misma voz de infomercial taciturno resonando en el insomnio: un muerto más aquí, uno más allá. Una fila india de hormigas trabajadoras y retobonas.
Este es el escenario que nos presenta Antonio Ortuño. Una historia despojada de todo maniqueísmo. Aquí no hay villanos, tampoco hay héroes. Nadie trata de salvar a nadie porque su obligación de buen cristiano o su deber cívico le obligue. Aquí la gente hace lo que tiene que hacer. Irma, la Negra -personaje principal de la novela-, no se va a meter al sureste de México a resolver las masacres cometidas a centroamericanos por un sentido de hermandad, va porque lo tiene que hacer, porque es su trabajo, porque de ahí come su hija y tampoco se lleva a su niña para crearle un vago sentimiento de conciencia social, lo hace porque no le queda de otra. Hace su trabajo lo mejor que puede, pasa las horas en su oficina intentando ser medianamente útil. Si algo distingue a la Negra, es que al menos ella no es indiferente. Seguro habrá quien diga que no lo es precisamente porque acaba de llegar ¿cómo no ser indiferente cuando se lleva años metido en el infierno?
Si hay algo que verdaderamente me atrapó desde el principio es esto. Este volumen que Antonio Ortuño logró darle al personaje, esto que lo hace real. Un personaje más preocupado por el qué va a comer su hija, por si hizo la tarea o si tiene el uniforme de la escuela limpio, antes que por todo lo que pase a su alrededor. Un personaje más preocupado porque el padre de su hija le pase la pensión completa, uno que se preocupa por darle techo antes que vacaciones: los dramas personales siempre van antes que los sociales.
También esta Yein, víctima sobreviviente a un ataque dentro de un albergue para centroamericanos: víctima sobreviviente de morir quemada, pero no de su destino. Ella encarna el fondo de la historia. Migrante, violada, vejada, humillada, amenazada, viuda. Su sino es el Horror, así, con mayúscula. Su relación con Irma nace en el seno de la tragedia: está marcada por la tragedia. Una representa al Sistema y la otra ha padecido al Sistema. Hay empatía sin embargo: las dos han padecido. Cada una a tenido que atravesar a pie su propio infierno. Ella, Yein, está ahí porque no puede huir, la justicia que busca es alta y su precio es proporcional. Mas, cuando se le ha arrebatado todo, ¿Qué tiene que perder?
El resto de los personajes (el periodista, el delegado, el padre de la niña), todos en su conjunto resultan agudos, todos están bien definidos. Todos tienen pasado, pero es su presente el que importa. La Fila India es el escenario donde los personajes viven, no el diván donde lloran y se arrepienten. Nadie siente remordimiento, no tienen tiempo.
Ellos simplemente hacen lo que tienen que hacer.
Arrepentirse implicaría un acto de conciencia y ello, a su vez, implicaría haber tenido opción.
Debo confesar que a mí La Fila India en términos de realidad social, de crítica , me importa poco comparado con su valor literario. Lo que busco al leer una novela es que sin importar que lo que me cuenten tenga o no un sustrato real, esté bien contada. EL manejo del lenguaje, la resolución técnica de la trama. Y es aquí donde yo me recargo. El lenguaje empleado por Ortuño es áspero, casi agreste. En ocasiones tranquilo, pero de pronto hiere, punza. Las palabras saben a ceniza recién enfriada, a puñalada y a lamento. Las diversas voces de este libro son procaces, insolentes, sin premeditación, es decir: son naturales. Y ese lenguaje, justamente natural, tan propio de la conversación, permite que la narración fluya sin contratiempos: es eficaz. Su estructura poliédrica, construida por los distintos puntos de vista de los personajes, le da consistencia: no es parcial. No hay una sola voz. No hay juicios.
Son muchas lar virtudes que nos ofrece La Fila India, pero si he de escoger alguna, me quedo con esto: lo más difícil que hay en la literatura es desaparecer la voz propia de lo que se escribe, interferir lo menos posible, no emitir nuestras propias convicciones, en suma: no adoctrinar; y esto, Antonio Ortuño lo hace con maestría. La Fila India es una novela sólida, bien escrita, no una mera nota de semanario policial, y esto, yo como lector, es lo que le agradezco al escritor.

jueves, 5 de junio de 2014

Tres formas de enredarse con el malo del cuento

 La villanía seduce, el cinismo, asombra. Los malos del cuento siempre son mucho más atractivos que los príncipes azules. Sus trajes son tridimensionales, sus conductas, impredecibles. Su rebeldía invita: reta. “Si van a despreciarte porque eres lo peor, de una vez que se enteren que no tienes remedio” dice Xavier Velasco. Personajes como Nicolás Lobato en La vida conyugal de Sergio Pitol, Isaías Balboa en Puedo explicarlo todo de Velasco y Aristóteles Brumell-Villaseñor en La muerte de un instalador de Álvaro Enrigue, nos atrapan enseguida. Su larga lista de estafas, abusos y fraudes hechos al despecho de la totalidad impunidad nos dejan boquiabiertos. Su capacidad para hacer de las peores tropelías simples travesuras resulta inaudita.
            La narrativa negra de la que se valen estos autores para hacer de estos personajes literarios personas vivas con nombres y apellidos es un medio no sólo eficaz, sino preciso: agudo. Sergio Pitol encarna en Nicolás Lobato al funcionario tipo de nuestra política: un sujeto des-almado que opera en total impunidad desde las sombras. Un hombre que no sólo participa y contribuye de la corrupción para beneficiarse económicamente, sino que se nutre de ella, vive –literalmente– de ella. No es el dinero lo que busca, no es el poder lo que codicia, es la adrenalina que produce el saberse del otro lado de la línea: intocable.
            Isaías Balboa es más mundano, escritor inventado de novelas de superación personal, lo que lo mueve es la potencia de sentirse admirado, envidiado, celosamente vigilado. Que todos espumeen de rabia al verlo pasar y digan entre dientes: como te odio, grandísimo cabrón hijo de puta. Su signo es el del predador: caza por placer, porque en el fondo él es un animal carroñero. No hay nada que disfrute más que atrapar a su víctima con los calzones en los tobillos. Enredarlos en un sistema de fabulación de autoestimas a base de frases hechas, para tan sólo un momento después, escupirle en la cara y babearle el cuello con su fétido aliento.
            En este sentido Aristóteles Brumell-Villaseñor tiene un poco de estas dos joyas de la corona, pero su leitmotiv no es otro que el placer de pasar por encima de la gente a toda costa. De hacer de la humanidad no su tapete: su servidumbre. Disfruta de la maquinación. Consideraría de mal gusto mandar golpear o matar a su juguete, no, Aristóteles jamás haría algo como eso; él construye tramas, edifica laberintos, genera máscaras: hace de todo un escenario. Si codicia a tú mujer no es tan vulgar como para ofrecerle un millón de dólares y acostarse con ella, filmarla y subirla a youtube para echártelo en cara, no, Aristóteles Brumell-Villaseñor contrata mujeres para que se hagan sus amigas, le consigue trabajo, uno inventado a su medida para que destaque, la hace subir de posición para que te mire desde arriba, la hace abandonarte echándote en cara lo terriblemente mediocre que eres, para después hacer de ella una puta profesional y citarte en su oficina justo en el momento en que la sodomiza. Ese es el mundo en el que vive y en el que viven todos los que lo rodean.

            Recién terminé de leer La muerte de un instalador y me quedé callado en un rincón de la habitación recordando y riéndome malsanamente de todos estos personajes que han hecho de algunas de mis lecturas mis placeres más secretos. Rechazo en automático todo tipo de literatura maniqueísta y bidimensional, pero esta novela del maestro Enrigue me atrapó desde la primer página. Es una novela breve, apenas alcanza las 145 páginas, que son suficientes para contarnos la historia de un lobo que tiene entre sus fauces a un pequeño conejito y de la preparación del banquete. Amante del Slow Food se relame los dientes y te invita a la mesa. Su relación con las otras novelas mencionadas es circunstancial, casi inexistente. Son sus personajes los que me resultaron sumamente familiares aunque no lo son, lo único que comparten, es que todos viven en la misma ciudad ¿será que la Ciudad de México saca al canalla que todos llevamos dentro? No les digo más, si no conocen alguna de estas tres historias, de estas tres formas de presentarnos al infame barbaján capaz de cualquier cosa, adelante, disfrute usted de esta trama de maquinaciones al mero estilo del absurdo negro y no se sienta mal si se descubre con una sonrisa en medio de la escena más sórdida, al final todos somos humanos, quizá demasiado humanos.