Cómo olvidar aquella noche de marzo cuando descubrí la obra de Gabriel García Márquez. Al igual que cualquier chico nacido en los ochenta, el arribo de Cien años de soledad se daba temprano, en la primera y más valiosa juventud. Cursaba el tercer grado de secundaria y poco interés tenía en la literatura. Los libros eran pocos. Nacido dentro de una familia modesta, casi anónima, la presencia de los libros resultaba un hecho extraordinario. No carecí del maestro que me instó a leer el libro, pero como todo a esa edad cuando nos llega de una figura que asumimos con cierta autoridad, lo más natural es el rechazo. Con todo, intenté la lectura. Fue una experiencia débil, distraída, fugaz. No conservo mayor recuerdo de aquella remota experiencia.
El tiempo es como un disco que gira y gira infinitamente disfrazado de olvido. El nombre del patriarca estaba ahí, sí, pero estaba como suelen estar los nombres de las calles: insustanciales, vacíos. Algunos años después conducido de la mano por una novia, me senté una noche cálida de marzo sobre la cima inhóspita de una resbaladilla enorme. Ella había pasado noches enteras intentando, inútilmente, que me acercara a la obra del colombiano. Había recelo, por supuesto, pero lo que no logró el consejo de aquel profesor, lo habría de hacer el deseo.
Al llegar a su casa aquella noche la vi salir sonriendo traviesamente. Recién se había bañado y su pelo negro olía a yerba fresca. La vi con un libro verde de pastas duras y me dijo al oído, aprovechando el impulso de un beso: Vamos al parque. Llegamos y el lugar estaba prácticamente vacío; a lo lejos se veían un par de ancianos sentados sobre una banca alimentando a la memoria con retázos de recuerdos. Nos dirigimos a esa enorme resbaladilla de cemento. En el camino al parque nos detuvimos en una tienda. La veía caminar dueña de toda la situación, no requería de mí para nada. Tomó un par de botellas de agua, un mazapán y una cajetilla de mis cigarros habituales: sabía que sería una noche de largo aliento.
Cuando llegamos a la cúspide me miró con una sonrisa de triunfo: me tenía en sus manos. Me besó dulcemente y nos sentamos. Al fin me alcanzó aquel libro verde que ya lucía como un misterio y leí en su fina caligrafía dorada: Extraños Peregrinos: Doce Cuentos. Todavía recuerdo el florero y las rosas que adornaban su portada.
Pasé las páginas con la incertidumbre de quien no sabe lo que busca. Me dijo: Ve a la página ciento tres. Recorrí las hojas lentamente como si diera una larga caminata, tenía que ganar tiempo, pensar, prepararme. En lo alto de la página se leía "Sólo vine a hablar por teléfono". ¿qué se puede esperar de un título así? Anda -me dijo despacio- léeme ese cuento.
No hay forma de narrar lo que siguió a continuación. La experiencia física a la que me vi sometido, el estremecimiento, el dolor y a un tiempo, la fascinación, el asombro, la perplejidad. En un momento dado de la lectura comencé a llorar, aunque aún hoy, doce años después, no logro precisar el por qué. Era todo, quizá. No sabía que se podía escribir así, que se pudiera contar una historia en donde, inexorablemente, el peso del destino nos cayera de pronto. En mis escasos periplos literarios había leído algunas páginas de Homero, Sófocles, todo Euripides, pero al estar ahí sentado con un cigarro al que no podía encender por el temblar de mis manos, fue como si todo aquello que yo había leído y que se había escrito dos mil trescientos años antes, se materializara frente a mí. Siglos y siglos navegados hasta esta orilla remota en que me encontraba, sólo que esta vez venía con certidumbres y con un lenguaje que también era mío: la totalidad de la tragedia griega esperaba ahí, en esas breves páginas, para mí.
Esa noche cuando me fui me llevé el libro conmigo; lo terminé esa misma noche, por supuesto. Al siguiente día me levanté temprano y me encaminé a mi Café habitual. Llevaba el libro conmigo. En cuanto abrieron las librerías del centro corrí en busca de mí ejemplar. Esa noche le devolví el libro y con curiosidad me preguntó ¿te gustó? sonreí tímidamente y saqué de la mochila mi libro, verde también y con sus rosas rojas.
Lo habré leído un par de ocasiones más en ese mes, hasta que un domingo de abril, en casa de un amigo vi un ejemplar de Cien años de soledad. Supe que ese era el momento. De inmediato me anegué en su música. Era (es) un libro oral. Un libro en que cabía todo el lenguaje, todo el tiempo, toda la memoria. Estaba pleno de recuerdos y evocaciones. Mi abuela, mis tías, todos me esperaban ahí, magistralmente retratados. Fueron días de abandono; todo era para mí una extensión del libro: dejaba de leer para hablar con mis amigos sobre lo que leía y dejaba a los amigos para volver al libro. Pobres de mis amigos, cómo me padecieron.
Comencé a leer todo lo que me caía en las manos y debo a aquel año axial todos mis libros de García Márquez, exceptuando los de publicación posterior que buscaba desaforado apenas me enteraba de ellos. No recuerdo entre aquel año y este día, uno en que no haya leído, al menos una vez, esa obra maestra de trescientas cincuenta y un páginas en la edición de sudamericana. Más de una docena de ediciones han poblado mis libreros. Conservé las primeras, que son las que más aprecio. Las otras las he ido obsequiando.
Hoy no hay mucho que pueda decir. He dedicado muchas páginas a escritores que admiro y a quienes guardo como mis grandes maestros, en los diversos medios en los que escribo: Borges, Paz y por supuesto Cortázar, pero toda la admiración, toda la devoción y todo el respeto que pueda sentir por ellos no se compara con el cariño que le tengo a Gabito.
A manera de despedida:
En ocasiones soñaba que me lo encontraba en alguna de las librerías que suelo visitar en la cuidad de México. No soñaba con una firma y una dedicatoria memorable, sobre qué libro la habría de plasmar. Anhelaba, eso sí, un abrazo y la oportunidad de agradecerle todo lo que nos legó. Sirvan pues estas palabras y estos recuerdos sentimentales como agradecimiento por toda la obra que nos dejó.
Viva en la memoria Gabriel García Márquez.
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