Jorge Cuesta es algo más que un poeta, es una
voluntad crítica, una inteligencia pura. Sus breves poemas son testigos
fundamentales de su genio creativo. Perteneció a una generación de poetas no
menos brillantes. Nombres como Villaurrutia, Gorostiza, Novo, Pellicer, Owen,
Torres Bodet, Gonzáles Rojo y Ortíz de Montellano, no necesitan presentación.
Su obra habla por ellos: es una obra viva, que todavía no ha dicho sus últimas
palabras. Mientras unos escribían desde el centro del torbellino –poseedores de
espíritus polémicos–, los demás prefirieron el silencio: Cuesta era uno de
ellos; mientras la mayoría se encontraban fascinados con las nacientes
vanguardias: Joyce y Eliot, dentro de las lenguas inglesas, Mallarme en la
lengua francesa y Huidobro entre los nuestros, Jorge Cuesta se distinguió por
volver la vista atrás, hacia un pensamiento crítico. Leyó con atención a
Voltaire y a Nietzsche, a Baudelaire y a Rimbaud. A lo largo de estas páginas
encontró su expresión y modeló su sentido crítico, agudizó su voluntad y su
inteligencia.
Si
bien la mayor parte de la obra de Jorge Cuesta está vertida en sus ensayos,
muestra clara del tamaño de su curiosidad, son sus poemas los que
desconciertan, por un lado, debido a su sintaxis apretada, al hermetismo de sus
versos perfectamente medidos y por el otro, a la profundidad y extrañeza de su
temática: más filósofo que poeta, más crítico que sensible y sin embargo,
llegaba a sus destinos por su afinada intuición.
Cuesta
es, quizá, el único poeta, el único espíritu verdaderamente maldito de nuestras
letras. Un hombre que hizo de su vida un misterio y de su obra una seducción.
Al igual que Gorostiza y su Muerte sin
fin y que Villaurrutia con su Nostalgia
de la muerte, Cuesta nos legó uno de los más grandes poemas de su
generación: Canto a un dios mineral.
“El Canto es más que un poema sobre los estados y transformaciones de la
materia inerte, como lo ha visto Salvador Elizondo; el Canto es por el
contrario el resumen de una vida, una búsqueda y también –hay que decirlo– de
una muerte” nos cuenta Volpi.
La
forma tan dramática de su muerte, sus relaciones, su presencia siempre ausente,
sus obsesiones tan bien definidas, hacen que su obra nos resulte fundamental y
su figura inolvidable.
Es
todo lo anterior y más aún lo que condujo a Jorge Volpi a escribir A pesar del oscuro silencio. Suerte de
novela, biografía, ensayo: narración híbrida de extraordinaria manufactura,
poseedor de un manejo del lenguaje pleno, sin todos esos ripios que tanto
detestaba Borges. Este libro encarna la economía
literaria: apenas 115 páginas que resultan suficientes para contarnos dos
historias. La primera, claro está, la de Jorge Cuesta; la otra, la de Jorge, un
escritor (quizá el mismo Volpi) que encuentra una simpatía y una empatía por el
poeta y decide rastrearlo: ir tras él, detrás de sus huellas, encontrar lo
perdido. La simetría de planos y la similitud de las circunstancias no atenúan
el doloroso desenlace; el del primero bien conocido, el del segundo,
predecible.
Retos
de este tipo resultan sumamente complicados por el peso intelectual del
personaje que se pretende ficcionar, porque
es muy fácil recargarse en los excesos: por un lado, se puede caer en la
adulación gratuita y por el otro, en la inflexibilidad que conduce a la
inmovilidad: se termina por no decir nada. Jorge Volpi sortea todos estos
escollos con una maestría envidiable
Es
justo decir que esta no es sólo una novela escrita para los amantes devotos de
la obra de Jorge Cuesta, es también una invitación para los que no lo conocen,
pero sobre todo, es una novela que vale por sí misma. Una novela de una trama
sólida, de una estructura y un argumento a prueba de falla, de personajes
–ficticios o no– perfectamente bien definidos.
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