Por razones que no vienen al caso,
estuve algunos días ausente del mundo. No redes sociales. No periódicos. No
radios. No televisión. No me enteré del Nobel a Dylan sino un par de días
después. De inmediato las reacciones se acumularon en mi bandeja de noticias
destacadas. Ni qué decir de Twitter. Todos estaban volcados a favor o en
contra. Diré primero que al menos en esta ocasión hubo reacción. El año pasado
lo que abundó fue una pregunta: ¿Quién?
Digan
lo que digan, la verdad es que nadie, o muy pocos, habíamos leído a Svetlana.
Hoy ya me leí un par de sus libros y puedo decir dos cosas; la primera es que
me gustó mucho su sensibilidad para tratar temas bastante delicados; la segunda
es que nada de lo que escribe es su voz, sino la de terceros. Es decir, hoy la
queja es porque se la dieron a un músico, el año pasado ni notaron que se lo
dieron a una periodista. Hoy dicen que lo que se merece es un Grammy, el año
pasado no se acordaron del Pullitzer.
Para
mí Dylan es casi Dios Padre. Deidades aparte. Tampoco estoy de acuerdo con el
Nobel. La razón es simple y no tiene nada que ver con él, digo, discutir sus
méritos es ocioso a la luz de que han dado el premio por menos. Muchos de los laureados
con la medalla hoy no los recuerdan más que en la academia y eso no sé si sirva
de mucho. No, el tema no son los méritos de Dylan, sino las cosas que esto
puede provocar.
Es
decir, con el premio a Bob Dylan se abre una puerta por la que pueden pasar
muchas cosas. Lo de menos es que ya se empezó a discutir con cierta seriedad a
Cohen, que en hora buena, también lo merece, sino que en broma ya se nombran a
otras figuras de la música.
El
premio Nobel no es el Rock n’ Roll Hall of Fame, aunque tampoco es tan serio
como la Academia Sueca de las Artes quisiera. Ellos son responsables de los
juicios que se emiten en su contra. El premio Nobel debería de premiar con
cierta objetividad la calidad literaria de los escritores, es decir, de fondo,
debería celebrar a la literatura, a esa torre de Babel construida de todas las
lenguas, con lo que, tangencialmente, debería celebrar la otredad. No siempre
lo hace, digo más, muy pocas veces lo hace. Cuando no va con la tendencia
política del momento, atiende agendas de orden popular. Estamos a nada de ver –así como ocurrió en los premios Oscar, una
oleada en apoyo de DiCaprio sin importar si lo merecía o no– un tsunami en
Twitter, Facebook, Instagram, etc., a favor de Murakami, por nombrar uno
bastante sonado, como no se ha visto antes.
Tampoco
hay que azotarnos si algún día se lo dan, así como los mismos premios Oscar no
siempre, casi nunca, premian a la mejor película, ni los Grammys al mejor
disco, el Nobel no siempre acertará con la literatura. Todos estos son premios
subjetivos, que si bien sujetos a ciertos parámetros verificables, no son
sujetos a falibilidad. Jamás aceptarán que se equivocaron en un premio. Hay
quien sigue pensando que Paz o García Márquez no lo merecían, sólo porque a
ellos no les gusta tal o cual libro.
No
pasa nada con el premio en sí mismo, seguirá atendiendo a sus criterios
subjetivos; mi dilema es que con la apertura del premio a Dylan puede entran de
una vez por todas, porque ya tenía medio pie adentro, los intereses del
mercado. Y es ahí donde sí hay problema.
El peso de la industria editorial no se compara ni cerca, con el la industria
musical.
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