domingo, 20 de septiembre de 2015

Un relato llamado Sergio Pitol

Sólo sé que un día comencé a leer a Sergio Pitol. Llegó a mí como un rumor de noche, como una certeza indescifrable. Empecé a leerlo con entusiasmo y con disposición. Aún puedo evocar con claridad diáfana esa tarde de risa culposa de quien sabe que está permitido todo, menos reírse de lo que se ríe, en que me senté plácidamente con cigarros y café a la mano, a disfrutar La vida conyugal. Jaqueline se convirtió, para mí, en un ideal. Ya he confesado muchas veces mi debilidad por las brujas y las histéricas. Ella pertenece a la segunda categoría. Esas páginas plagadas de desvergüenza modificaron algo dentro de mí. No lo conocía, pero intuía que era un escritor que, pese a su fama bien ganada, resultaba secreto. No tenía, su nombre, la misma resonancia que el de sus contemporáneos, Monsiváis, José Emilio y, sin embargo, su lucidez y su estilo se imponía sobre su generación. Ya alguna vez escribí que para mí, Sergio Pitol, es la cara corrosiva del humor: dice lo que no se debe decir, se ríe de lo que no se debe reír. Mi generación pendula tempestuosamente entre Pitol e Ibargüengoitia. Somos sus hijos. Yo me reconozco un mero amanuense de sus textos.
            Continué con sus cuentos. Victorio Ferri cuenta un cuento, me atemorizó; era como leer a Faulkner en su mejor forma. El Faulkner de Una cacería de osos, Una rosa para Emily, Aquel sol de atardecer, el Faulkner trepidante y profundo, de prosa limpia y espigada, de raíz ancha. Los cuentos de Pitol resultan universos completos: Los Ferri, Amelia Otero, Semejante a los dioses, Los nombres no olvidados, El relato veneciano de Billie Upward, ¡qué celeridad verbal! Ávidamente busqué más y más. Devoré en pocos días su tríptico del carnaval. El desfile del amor, se volvió entrañable para mí. Dante C. de la Estrella, de Domar a la divina garza, es un personaje corroído y oscuro, igual que la distinguida Marietta Karapetiz.
            Empero, son, sin duda, sus libros consagrados a la memoria en donde encuentro a mi Pitol favorito, al que me resulta más cercano e íntimo, al que releo constantemente en busca de respuestas. Qué maravilla de tipo, qué sensibilidad, qué todo. En esos libros he aprendido a leer a los ingleses, a los europeos del Este. He redescubierto a Gogol y a Chejov. Leí por primera vez a Boris Pilniak, a Schintzler y a Kusniewicz. Aprendí a querer a Tolstoi y me volví a sentir culpable con Dostoievski. Dediqué muchas horas a Bajtín y a Bulgakov.

            El arte de la fuga es una de nuestras grandes obras. En sus páginas no sólo habita la memoria, también está la curiosidad y el asombro, está Sergio Pitol. Están los recuerdos de un joven, ya viejo, que descubre el mundo y nosotros lo descubrimos con él. Están también sus lecturas, sus primeras experiencias, sus contadas amistades verdaderas, su trabajo como traductor y editor, que fue notable. Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Está, sin más, Sergio Pitol en su etapa más plena.
            El mago de Viena es un libro más reflexivo, menos emocional quizá, pero igualmente erudito y vasto. Ahí comparte la carpintería de sus obras, los clavos, los remaches, los martillos, los secretos del tallador. Las anécdotas son tantas como los lugares, páramos remotos, libros inverosímiles. Cuánto habrá visto, envuelto en sábanas bajo el cielo estrellado de Venecia, en el frío de Moscú, con el olor metido en los huesos de Varsovia.
            Una confesión: no he leído El viaje, y ardo en deseos por hacerlo.
            En su libro Una autobiografía soterrada, bellamente editado por Almadía, nos encontramos con un Pitol agotado por el otoño, sentado plácidamente conversando con sus demonios en un jardín taciturno en medio de La Habana. Con el café de la mañana, envuelto en un rumor de pájaros, cobijado por la sombre de un árbol viejo y sabio, interroga a la memoria y a su invención el tiempo. Puedo verlo claramente sentado, con su sonrisa franca, escribiendo esas delicadas páginas.
            En sus narraciones la ciudad está desbordada, está presente, mas no como totalidad. Está la ciudad, sí, pero vista a través de la ventana de un Café angustiado y perdido en una calle remota y sin nombre. Está la ciudad desgarrada. La ciudad cayéndose a pedazos como la vida misma.
           
Pitol nació en un pueblo casi anónimo de Veracruz, es decir, lleva el trópico metido en la sangre, pero por sus venas corre a un tiempo mar y asfalto; en su lengua se cifran con igual familiaridad el ruso y el polaco, el italiano y el español: Es un siervo del lenguaje. Alejandro Rossi decía que la lengua materna es la lengua que cifra sus recuerdos de infancia, yo digo más, es la lengua con la que se ama, con la que se seduce, con la que se erotiza; la lengua materna es también un silencio contrapunteado, es el alma de la fuga. ¿En qué lengua se habrá enamorado? No lo sé, quizá en todas; quizá su gran amor filial fue la lengua. Escribir me parece un acto semejante al de tejer y destejer varios hilos narrativos arduamente trenzados donde nada se cierra y todo resulta conjetural; será el lector quien intente aclararlos, resolver el misterio planteado, optar por algunas opciones sugeridas: el sueño, el delirio, la vigilia. Lo demás, como siempre, son palabras.

No hay comentarios: