Existen escritores que desde su primer libro,
edifican el imaginario de lo que será la totalidad de su obra. En ese esbozo
primigenio de construcciones literarias, poéticas, podemos ver las
gesticulaciones, los rasgos, las peculiaridades sintácticas. El primer libro se nos aparece entonces como una
piedra fundacional donde serán
evidentes los vértices y vórtices de las distintas tradiciones literarias que
confluyen en ella, además del cauce natural que habrá de adoptar su propio estilo.
En las letras mexicanas, Juan José Arreola es el más grande exponente de este
linaje fecundo y próspero. Varia
Invención, aparecido en 1949, signó el molde de su escritura, su
hibridación genérica, su constante diálogo con las tradiciones narrativas que
le preceden. Borges, a quien Arreola habría de dedicarle incontables horas, henchidas de profunda admiración, dijo en el prólogo
de Cuentos Fantásticos, que el título
de Varia Invención podría abarcar el
conjunto de su obra.
Lector
sagaz y escritor lúcido, Arreola invirtió el modelo borgiano haciéndolo propio.
Su capacidad inventiva fue tal, que no sólo atrajo sus libros al terreno de la
ficción, sino que arrastró al mismo autor a esas fronteras. Hizo de sí un
personaje fantástico y entrañable. De familia de artesanos, aprendió desde
joven la paciencia que habría de tener en la confección del hecho literario.
Ajedrecista apasionado, devoto creyente, declamador inspirado, actor entregado,
amante del cine francés, conductor de televisión, editor brillante, enamorado
de la vida y de la mujer antes que de las letras, Juan José Arreola proveyó a
las literatura mexicana de un refinamiento que hasta entonces sólo se había
visto en el grupo de Los Contemporáneos.
Al
principio de su carrera literaria se le catalogó como el gemelo enemigo de Juan
Rulfo. Por un lado, Arreola era el cosmopolita afrancesado, mientras Rulfo era
el heredero natural de la novela de la Revolución. Uno hacía literatura
realista y el otro se dedicaba a hacer parábolas y juguetes verbales imposibles
de clasificar. Rulfo daba una imagen trágica y pesimista de México, mientras Arreola
se desvivía por inventar historias que bien podrían caber dentro del terreno
del absurdo, uno cercano a Azuela, el otro, a Beckett. La prosa del primero era
seca, agreste, plagada de silencios y de hondas resonancias y la del segundo
estaba llena de humor y preciosismo: “Yo estuve descalificado desde el
principio, mi literatura no era para las masas, yo era, según la crítica
pseudorevolucionaria, un escritor
exquisito y afrancesado, no apto para un país en formación que sólo quería
escritores que afianzaran, exaltaran y difundieran los ideales de una
revolución a la que Adolfo Gilly definió acertadamente como La revolución interrumpida”, cuenta él
mismo en las memorias publicadas por su hijo: El último juglar.
Como lo estableció Gadamer en su
obra Verdad y Método, la estrecha
relación entre texto e interpretación resulta evidente teniendo en cuenta que
ni siquiera un texto tradicional es siempre una realidad dada previamente a la
interpretación. Es frecuente que sea la interpretación la que conduzca a la
creación crítica del texto. Con esto, los críticos de las generaciones posteriores, dotados de
mayores herramientas, pudieron ver que dichas oposiciones eran equívocas y
abordaron la obra de ambos desde una perspectiva menos maniquea, menos tradicionalista,
más enfocada en sus particularidades literarias que en sus distancias, en suma:
en su riqueza expresiva; descubrieron que entre ambos había notables afinidades
sobre su forma de entender el objeto literario. Juan José Arreola entendía ese
objeto como un conjunto que no se podía separar geográficamente: “Yo creo en la
universalidad de la literatura, no en la literatura como expresión de una
determinada causa, menos aún de la literatura como representación de un país y
una cultura. Creo que Fedor Dostoievski seguirá siendo el más grande escritor
de la tierra, porque desde su lejana Rusia, lejana en el tiempo y en la
geografía, contó como nadie la trágica historia de la condición humana.
Dostoievski ya no es de Rusia, es de los hombres del mundo que se ven en su
espejo, y nada más”, dice también en El
último juglar.
Toda aparición que implique nuevas
formas narrativas en la creación literaria conlleva un cisma en la cartografía
crítica. La primera reacción necesariamente será la de conferir nuevos y más amplios
criterios a los ya establecidos; la siguiente, cerrarse sobre sus formas.
Cualquier intento de clasificación resulta arriesgado y está condenado, por su
misma naturaleza, a caducar tempranamente. Las pocas certidumbres que alcanza a
dotar toda taxonomía literaria son necesariamente perecederas, pero esto no
significa una barrera para el académico en su afán de construir diques
contenedores: etiquetas y formas. Hay que reestrenar el mundo a toda costa,
mientras las nuevas modalidades creativas y narrativas se insinúan
insidiosamente como una mujer segura y definitiva.
La
amplia cultura del último juglar lo señala como el
hombre representativo del siglo XX: un artista ecléctico capaz de absorber lo
mejor de quienes lo antecedieron y proyectarlo como verdadera obra maestra. En
su filosofía de vida, Arreola vacila entre la desilusión más profunda del
existencialismo y la actitud escéptica y tranquila del realismo mágico o
realismo mítico como lo llamaría Octavio Paz. Ejemplo cabal de esto es “El
Guardagujas”, donde nos presenta la más profunda interpretación de su mundo de
mediados de siglo. Un mundo azotado por las guerras, la descomposición social,
la desesperanza: la absoluta incertidumbre. En este cuento, acaso de los más
extensos de su obra, presenciamos un diálogo que se desarrolla entre un viajero
y el viejo guardagujas; a través de las palabras vemos cómo poco a poco un
cuento casi “histórico” donde asistimos, grosso modo, a la historia de los
ferrocarriles, se va convirtiendo, casi sin querer, en un mundo mágico y mítico
en donde todo es posible.
Arreola
transformó el curso de la literatura mexicana con su inventiva deslumbrante y
lo hizo de manera categórica, y con ello, posibilitó una escritura cuya capacidad
de ser radica en la apertura, en la hipertextualidad y la fusión de fronteras
genéricas. Arreola parte del hecho de que toda forma escritural es posible de
ser metamorfoseada en materia literaria y por lo tanto es posible tensar sus
marcos de modo tal que pueda intersectarse o mejor aún, injertarse en diversos
géneros narrativos.
Escribió sólo cinco libros: Varia Invención, Confabulario, Bestiario, La
Feria y Palindroma; revisó,
reunió y cuidó varias antologías de cuentos y una de notas periodísticas
titulada Inventario, y con esto, se
sumó a una reducida lista de verdaderos poetas dentro de la prosa modelada en
español. La prosa de Arreola
está constituida por una imagen poética definitiva. Estiliza como un clásico,
con una sintaxis clara y rigurosa, casi lapidaria. Tomó de sus maestros Schwob
y Andreiev (que le abrió la puerta a toda la literatura rusa), su capacidad
literaria y la llevó a un estilo propio. Elegante, como la de Borges, su prosa
fascina y crea, apunta a las cimas más elevadas. Trabaja con un léxico culto,
propio, noble; se sirve de las palabras de prosapia pero sabe refugiarse en la
voz popular sin rebuscamientos ni ripios. Arreola ante todo, nos enarbola de
una infalible felicidad verbal. Es un escritor honesto, humilde, que amó como
pocos la literatura y que siempre fue, ante todo, un lector, como él mismo nos
lo dice: “No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas
las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y
venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu […]. Vivo
rodeado de sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero
también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego
la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días
lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por otro. Lo
que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente”.