Hace un tiempo les compartí una lectura que hice sobre el libro La máquina de pensar..., fue una entrada por demás corta y nada clara, de tal suerte que decidí compartir una conferencia que dio Borges referente a Reyes para que se den una idea del tipo de contenido de éste libro:
Lo conocí en casa de Pedro Henríquez Ureña. Pedro Henríquez fue, puedo decirlo, un gran hombre; esa grandeza perdura en la memoria de quienes lo hemos conocido; es decir, fue un hombre más memorable por su palabra oral que por su palabra escrita. Aunque sus escritos son inteligentes y decorosos –no podían serlo de otro modo–, pero en Pedro Henríquez Ureña hay una suerte de timidez y también, esto es muy raro, yo lo noté en su gran amigo y nuestro gran amigo Alfonso Reyes.
Porque, según se sabe, Reyes tuvo que pasar muchos años de destierro, de destierro sin duda grato muchas veces, en España. Y ahí, tengo la sospecha de que siempre lo vieron un poco como a un latinoamericano o como ellos dirían, como a un hispanoamericano. Es decir que él siempre guardó una actitud de discípulo ante los españoles. Recuerdo una tarde que conversé con él, no, una noche tiene que haber sido, porque nos veíamos de noche los domingos, en la embajada de México. Recuerdo que él estaba indignado por un juicio más o menos ligero y atolondrado de Ortega y Gasset sobre Goethe. Goethe era uno de los dioses de la devoción de Alfonso Reyes. Entonces, él formuló varias objeciones y yo le dije que por qué no las escribía. Y, entonces él, con genuino estupor, me dijo: «¡Pero cómo voy a polemizar con Ortega y Gasset!» Yo le dije: «Pero todos sabemos que usted es infinitamente superior a Ortega y Gasset».
Pero él no podía admitir eso; siempre se sentía en actitud de discípulo ante escritores que eran ciertamente inferiores a él. Por ejemplo, el tono de reverencia que tenía cuando hablaba de Azorín. Luego él encontró una salida: escribió un libro sobre Goethe, publicado por el Fondo de Cultura Económica en México. Ese libro viene a ser una respuesta a Ortega y Gasset. Pero él no se refiere nunca directamente a Ortega y Gasset. Ahora, aquí pueden haber influido dos cosas: por un lado cierta timidez, porque creo que Reyes –a pesar de ser valiente y me consta que fue valiente– era tímido. Y también la cortesía, porque a Reyes no le gustaba disentir de su interlocutor. Y como era infinitamente inteligente, esto lo sabemos todos, a veces hasta inventaba razones a favor de su interlocutor y contra sus propias convicciones.
Yo lo conocí, a Reyes, en casa de Pedro Henríquez Ureña. Luego lo vi en casa de Victoria Ocampo. Recuerdo que él habló de la “Era Victoriana” en la literatura argentina. Y luego, él me invitaba todos los domingos a comer en la embajada de México. Recuero que tenía la memoria llena de citas oportunas: yo admiraba y sigo admirando al poeta mexicano Othón y él me dijo que él lo había conocido, a Othón, en casa de su padre el general Bernardo Reyes. Yo le dije: “Pero, cómo, ¿usted lo conoció?” Y él encontró, él dio enseguida con la cita oportuna; aquellos versos de Browning:
Hay un señor que habla de Shelley, y el otro le dice: “Pero cómo ¿usted lo vio a Shelley, usted lo ha visto a Shelley?
Y, entonces, cuando yo le dije: “¿Usted lo conoció a Othón?”, Reyes murmuró: “Ah, did you once see Shelley plain…”
Exactamente la cita que convenía. Reyes tenía el amor de la literatura inglesa, bueno, tenía el amor de todas las literaturas y de la literatura. Admiraba, no sólo a los maestros, a los escritores famosos, sino también a los que han llamado los clásicos menores y nos encontramos en nuestra compartida devoción por el –hoy olvidado con injusticia– poeta francés Toulet. Él sabía de memoria muchos contrerimes, yo también. Y también en nuestra devoción por el helenista y ensayista escocés Andrew Lang. Los dos ahora más o menos olvidados.
Reyes fue bueno conmigo. En aquel tiempo yo no era especialmente nadie. Y sin embargo, Reyes me trató a mí como si yo fuera un escritor considerable. A Reyes le gustaba dejar, en los países que él recorría como embajador, le gustaba dejar libros publicados por él. Él se daba a un país y además de cumplir con sus funciones diplomáticas quería conocer a los escritores y, en especial, a los jóvenes escritores desconocidos. Y yo, por aquellos años, era ciertamente joven y más ciertamente aún desconocido. Esto bastó para que Alfonso Reyes me buscara y publicara un libro mío, del cual estoy bastante arrepentido ahora. Pero yo estoy arrepentido de casi todo lo que yo escribo, cada uno escribe lo que puede y no lo que quiere. Y publicó un libro mío, Cuaderno San Martín, en una serie de libros suyos, creo que se titulaba algo así como Cuadernos del Plata. El libro salió ilustrado por una amiga nuestra, por la gran escritora, desconocida entonces también, Silvina Ocampo, hermana de Victoria.
Él publicó ese libro, luego el fundó una revista, la revista se titulaba Libra. Se refería a la balanza, al justo equilibrio de la balanza, pero en esa revista colaboraban amigos míos nacionalistas. Yo nunca he sido nacionalista. Yo le explique a Reyes que aunque yo me sentía muy honrado pensando que él hubiera pensado en mí, yo no quería publicar con aquellos otros y él comprendió perfectamente mis escrúpulos y me escribió una carta. Nuestra amistad no sufrió desmedro por aquello que había ocurrido. Y al hablar de cartas recuerdo la primera carta que me escribió Alfonso Reyes. Esto fue en el año de 1923.
Yo había publicado mi primer libro, Fervor de Buenos Aires. Reyes me escribió una carta, una carta demasiado generosa para que yo recuerde sus palabras, para que yo repita sus palabras ahora, aunque las recuerdo. Luego, al final, con una posdata decía: “Me conmueven o me tocan al pasar ciertos nombres de sus antepasados, de sus mayores militares” y luego, punto. Y luego: “Yo también…” Porque él también era de estirpe militar como yo.
Todos los recuerdos que yo tengo de Alfonso Reyes son gratos. Recuerdo que le gustaba mucho el cinematógrafo: una vez discutimos una película con él y él compartía mi devoción por aquellas películas dirigidas por Josef von Stemberg en que trabajaban Fred Kollar y George van Kraft y él dijo que no había películas malas, que en toda película siempre había algo que interesaba: un rostro que se entrevé, una puerta que se abre, una sombra… A él le bastaba con eso y esto era debido a su imaginación. Él enriquecía la conversación. Uno le decía algo y ese algo que uno le decía iba ramificándose en la imaginación de Reyes. Pero advierto que estoy hablando de recuerdos personales. Lo que yo no sé es si yo sentí entonces lo que ahora sé: que Reyes ha sido uno de los mayores escritores de las diversas literaturas cuyo instrumento es la lengua española.
Porque si el modernismo –y aquí podemos pensar en Darío, en Lugones, en Jaimes Freyre, en los otros– renovó el lenguaje de la poesía, la prosa no fue del todo renovada por el modernismo. Si bien hubo un admirable precursor: Paul Groussac escribía una prosa a la manera de Flaubert, cuando en España la gente trataba de remedar a los clásicos o buscaba lo más deleznable de la tradición, es decir los refranes. De modo que o trataban de ser pomposos, o acudían al refranero de Sancho Panza. Groussac escribió una prosa elegante, económica, severa, pero la prosa de Groussac adolece todavía de ciertos adornos que ahora nos parecen superfluos. En cambio creo que Reyes ha escrito la prosa más admirable de la lengua castellana.
Yo propuse a Reyes, alguna vez, o quise proponerlo, para el Premio Nobel de literatura. Reyes estaba en México entonces. Yo hablé con algunos amigos míos. Me place recordar el nombre de Victoria Ocampo y el nombre de Adolfo Bioy Casares. Y pensamos que si toda la América de habla española pedía el premio para Reyes, eso pondría más fuerza que si lo pedía el gobierno de México, porque al fin de todo, los mexicanos pidiendo por un mexicano llamaría menos la atención que todo un continente. Un continente de muchas repúblicas pidiendo el premio para Reyes, pero aquí volví a encontrarme con el nacionalismo. Me dijeron: “Sí, pero Reyes es mexicano”, como si pudiera haber un pero allí. Yo les dije, “Pero precisamente porque él es mexicano y porque nosotros somos argentinos, va a tener más fuerza el pedido”.Pero me dijeron: “Cómo vas a pedir por un mexicano”.
Me di cuenta de que no podía seguir conversando con personas así. Hice una tentativa análoga en Uruguay. En el Uruguay observaron agudamente que Alfonso Reyes no era precisamente oriental sino mexicano, y como hubiera sido un poco absurdo que Victoria Ocampo, Bioy Casares y yo pidiéramos el premio para Alfonso Reyes y que lo pidiera un hombre de letras en el Uruguay –creo que fue Emilio Oribe, el único–, entonces el proyecto fracasó. Es una lástima porque Alfonso Reyes hubiera honrado el Premio Nobel recibiéndolo.
Tengo, pues, de Reyes recuerdos personales muy gratos y la convicción de haber conocido a uno de los mayores escritores de la lengua castellana, a uno de los espíritus más finos.
Él se entregaba a la traducción también y, a veces, mejoraba el original. Recuerdo unos versos de Mallarmé. Mallarmé dice: “Des séraphins en pleurs”; es decir, “Serafines que lloran”. Reyes lo mejoró en la traducción, y en lugar de esos lacrimosos serafines, puso: “Dolientes serafines”, lo cual es ciertamente superior al texto.
Ya que he hablado de Mallarmé, querría recordar aquellos versos de Mallarmé en que él se refería a Edgar Allan Poe y dice: “Tel qu’en lui même en fin l’éternité le change”. Así, dice: “Como al fin la eternidad lo convierta en sí mismo”. Pues bien, esto ha pasado con Alfonso Reyes.
Yo sabía que era un gran escritor, yo lo quería como amigo. Y creo que cuantos lo conocieron, pero ha sido necesaria la muerte para que yo lo vea como “el gran escritor” que fue. Porque a los contemporáneos un siempre los ve un poco en función de las circunstancias y es necesaria la muerte para que los vea del todo, para que uno vea en conjunto todo lo que significaron, aparte de lo que fueron el lunes, el martes o el miércoles, o a la tarde, o a la noche o a lo que fuera. Y ahora yo agradezco todas las oportunidades que me ofrece el destino para poder hablar de Alfonso Reyes.
Les agradezco a ustedes esta ocasión de volver a testimoniar la ilimitada admiración que siento por él.
Jorge Luis Borges, 1973.
La máquina de pensar y otros diálogos literarios.