Hace unas semanas, me encontraba en la ciudad vecina de San Luis Potosí visitando viejos amigos, entre ellos, a la pintora Verónica Elías -de quién, más temprano que tarde les hablaré, pues bien vale un texto entero, todo lo que en la cercanía de la frecuencia sabe que le admiro y que pronto haré público-, pero en este momento quiero hablarles de otra persona, que en esas taciturnas charlas de café, en el estudio de la Elías, se suelen tener entre la bastedad de su obra y sí, siempre con el mismo disco de Sabina. Recién había terminado una exposición retrospectiva de su obra, a la cual asistí de último momento y casi de sorpresa y que motivó la visita de distintas galerías y por la tarde noche, el ya mencionado café en el ya mencionado lugar. En algún momento entre visiones Borgianas y noticias de telediario, salió a relucir el tema de la plástica contemporánea en México, de la cual me declaro apenas informado, y entre nombres y opiniones, surgió uno que en lo particular desconocía: Arturo Rivera.
Este hombre, que en un tiempo que hoy pertenece al anclaje de la memoria fuese maestro de Verónica, me aniquiló apenas miré las primeras páginas de los libros -con tal incredulidad en mi rostro, el dulce desconcierto y la absorta contemplación de lo nuevo- que la Elías me alcanzó. Poseedor de trazos vehementes, que de inmediato me remitieron a Julio Ruelas, Goya (que no es poco decir) y Francis Bacon (de quién por cierto Cortázar escribiera un ensayo bellísimo titulado "Para una crucificción boca abajo", Papeles inesperados, Alfaguara, 2009. pp.: 403-406.), acaso en algunos momentos, mejores.
Imagen tras imagen, mi hambre voraz clamaba por esa violencia vertida sobre papel que retrata telas, madera y cuanta-más superficie servía de recipiente de dicha genialidad. Senderos de óleo y acrílicos que conducen a páramos surreales y no menos atáfagos. Las figuras, en ocasiones con la precisión de una fotografía, otras con la severidad de una autopsia sobre una mesa de comedor; el contraste de su profunidad de planos con colores solidos, lo proveen de un lenguaje propio -técnica impecable-. Características que inundaron de preguntas mi famélica concepción del arte. Desde una última cena, conpuesta de intelectuales descuartizándose, como académicos pendencieros en encuentros de regodees, pasmosa e inexorable regodees; hasta conejos crucificados, mujeres de rostros aterradores, cerdos hipnóticos y más de una vez, su rostro trémulo al borde del-abismo-que-te-mira-que-lo-miras. Su obra -extensa por cierto- trasciende el valor estético, los gustos personales; reta, no permite exentarse del juicio, capaz de inquietar al espíritu más apático: categórica.
Desde ese día en el estudio de Verónica, no he sido capaz de retirar las retorcidas imágenes que pueblan mis pensamientos. Dejé de escribir por unos días, sabedor de que ese descubrimiento, llenaría de sangre acrílica mis páginas y en lo único en que pude pensar para exorcizar esa necesidad, fue en este espacio. Los cafés no cesarán con la Elías y ahora, estarán endulzados de inacabables preguntas sobre la obra de su maestro, a quién no desmerece en lo absoluto y a quién hoy admiro, con la certidumbre de una inexplicable sensación de búsqueda finiquitada.
1 comentario:
Pues muy buena tu entrada, yo no conozco personalmente, ni de vista, a Arturo Rivera, pero si conozco su obra y sé que fue discípulo de Max Zimmermann. Claro que me gusta, pero, sobre todo, creo que es un gran taxidermista y lo que hace con el papel, tanto en el dibujo como en el grabado, lo comprueba.
Y bueno, quedas en deuda con la entrada de Verónica Elías, no se te olvide.
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