domingo, 20 de septiembre de 2015

Un relato llamado Sergio Pitol

Sólo sé que un día comencé a leer a Sergio Pitol. Llegó a mí como un rumor de noche, como una certeza indescifrable. Empecé a leerlo con entusiasmo y con disposición. Aún puedo evocar con claridad diáfana esa tarde de risa culposa de quien sabe que está permitido todo, menos reírse de lo que se ríe, en que me senté plácidamente con cigarros y café a la mano, a disfrutar La vida conyugal. Jaqueline se convirtió, para mí, en un ideal. Ya he confesado muchas veces mi debilidad por las brujas y las histéricas. Ella pertenece a la segunda categoría. Esas páginas plagadas de desvergüenza modificaron algo dentro de mí. No lo conocía, pero intuía que era un escritor que, pese a su fama bien ganada, resultaba secreto. No tenía, su nombre, la misma resonancia que el de sus contemporáneos, Monsiváis, José Emilio y, sin embargo, su lucidez y su estilo se imponía sobre su generación. Ya alguna vez escribí que para mí, Sergio Pitol, es la cara corrosiva del humor: dice lo que no se debe decir, se ríe de lo que no se debe reír. Mi generación pendula tempestuosamente entre Pitol e Ibargüengoitia. Somos sus hijos. Yo me reconozco un mero amanuense de sus textos.
            Continué con sus cuentos. Victorio Ferri cuenta un cuento, me atemorizó; era como leer a Faulkner en su mejor forma. El Faulkner de Una cacería de osos, Una rosa para Emily, Aquel sol de atardecer, el Faulkner trepidante y profundo, de prosa limpia y espigada, de raíz ancha. Los cuentos de Pitol resultan universos completos: Los Ferri, Amelia Otero, Semejante a los dioses, Los nombres no olvidados, El relato veneciano de Billie Upward, ¡qué celeridad verbal! Ávidamente busqué más y más. Devoré en pocos días su tríptico del carnaval. El desfile del amor, se volvió entrañable para mí. Dante C. de la Estrella, de Domar a la divina garza, es un personaje corroído y oscuro, igual que la distinguida Marietta Karapetiz.
            Empero, son, sin duda, sus libros consagrados a la memoria en donde encuentro a mi Pitol favorito, al que me resulta más cercano e íntimo, al que releo constantemente en busca de respuestas. Qué maravilla de tipo, qué sensibilidad, qué todo. En esos libros he aprendido a leer a los ingleses, a los europeos del Este. He redescubierto a Gogol y a Chejov. Leí por primera vez a Boris Pilniak, a Schintzler y a Kusniewicz. Aprendí a querer a Tolstoi y me volví a sentir culpable con Dostoievski. Dediqué muchas horas a Bajtín y a Bulgakov.

            El arte de la fuga es una de nuestras grandes obras. En sus páginas no sólo habita la memoria, también está la curiosidad y el asombro, está Sergio Pitol. Están los recuerdos de un joven, ya viejo, que descubre el mundo y nosotros lo descubrimos con él. Están también sus lecturas, sus primeras experiencias, sus contadas amistades verdaderas, su trabajo como traductor y editor, que fue notable. Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Está, sin más, Sergio Pitol en su etapa más plena.
            El mago de Viena es un libro más reflexivo, menos emocional quizá, pero igualmente erudito y vasto. Ahí comparte la carpintería de sus obras, los clavos, los remaches, los martillos, los secretos del tallador. Las anécdotas son tantas como los lugares, páramos remotos, libros inverosímiles. Cuánto habrá visto, envuelto en sábanas bajo el cielo estrellado de Venecia, en el frío de Moscú, con el olor metido en los huesos de Varsovia.
            Una confesión: no he leído El viaje, y ardo en deseos por hacerlo.
            En su libro Una autobiografía soterrada, bellamente editado por Almadía, nos encontramos con un Pitol agotado por el otoño, sentado plácidamente conversando con sus demonios en un jardín taciturno en medio de La Habana. Con el café de la mañana, envuelto en un rumor de pájaros, cobijado por la sombre de un árbol viejo y sabio, interroga a la memoria y a su invención el tiempo. Puedo verlo claramente sentado, con su sonrisa franca, escribiendo esas delicadas páginas.
            En sus narraciones la ciudad está desbordada, está presente, mas no como totalidad. Está la ciudad, sí, pero vista a través de la ventana de un Café angustiado y perdido en una calle remota y sin nombre. Está la ciudad desgarrada. La ciudad cayéndose a pedazos como la vida misma.
           
Pitol nació en un pueblo casi anónimo de Veracruz, es decir, lleva el trópico metido en la sangre, pero por sus venas corre a un tiempo mar y asfalto; en su lengua se cifran con igual familiaridad el ruso y el polaco, el italiano y el español: Es un siervo del lenguaje. Alejandro Rossi decía que la lengua materna es la lengua que cifra sus recuerdos de infancia, yo digo más, es la lengua con la que se ama, con la que se seduce, con la que se erotiza; la lengua materna es también un silencio contrapunteado, es el alma de la fuga. ¿En qué lengua se habrá enamorado? No lo sé, quizá en todas; quizá su gran amor filial fue la lengua. Escribir me parece un acto semejante al de tejer y destejer varios hilos narrativos arduamente trenzados donde nada se cierra y todo resulta conjetural; será el lector quien intente aclararlos, resolver el misterio planteado, optar por algunas opciones sugeridas: el sueño, el delirio, la vigilia. Lo demás, como siempre, son palabras.

martes, 8 de septiembre de 2015

Now's the time

A principio de los cuarenta en el club Minton’s Playhouse, en Nueva York, se reunían casi todas las noches los creadores de un nuevo sonido: Thelonious Monk, Kenny Clarke y Dizzy Gillespie. Décadas atrás, reuniones de este tipo, encabezadas por Tristan Tzara y su Cabaret Voltaire, habían dado origen al  Dadá y con él al Surrealisme. Para 1944 ese sonido en gestación llegó a la calle 52 donde Gillespie y Parker comenzaron a trabajar con todas las posibilidades que les permitía. El bebop contenía la estructura tradicional del jazz, sí, pero era otra cosa. Su construcción era más ágil, más trepidante, llena de vértigo.

El resto del texto en la Revista Parteaguas

sábado, 15 de agosto de 2015

Del poemario que nunca escribiré

Eres encuentro inesperado.
Eres la noche y sus murmullos,
sus voces dis uelt as:
                                   intermitentes reverberaciones.

Fluir de luz.
                        Derramarse luz.

La luna mana en ti toda la noche profecías.

            De tus senos brota un olor de yerba fresca,
en tus manos germinan mundos,
eres un árbol lleno de pájaros.

Entre tus piernas habita
un pozo de aguas convulsas,
oscuridad en oleaje.

En el jardín de la noche
se enarbolan sinfonías,
Una oscura nota de piano
se suspende en el vacío.

Eres Luna niña.
Eres trasparencia derramada.
Eres bosque y canto.
Eres sueño y voluntad primera
que reúne en sus labios
un puñado de constelaciones.


Eres Luna niña.

martes, 7 de abril de 2015

Life itself

Oscar Wilde escribió alguna vez que el trabajo del artista era educar al crítico y a su vez, el del crítico era educar al público. Pocos escritores (porque el trabajo del crítico en nada se diferencia del trabajo del novelista, si el trabajo es honesto) han influido tanto en el gusto, en las elecciones que hace el público como Roger Ebert.
            Ebert comenzó su carrera como crítico cinematográfico con tan sólo 21 años en el Sun-Times de Chicago y desde entonces marcó una diferencia con su estilo, su enfoque y su agilidad mental. De una familia modesta, demócrata, valoró el esfuerzo y trabajó dedicadamente. Escribió con profesionalismo y con integridad. Se opuso al stablishment y al Status quo que representaba la crítica “académica”, la crítica “culta” y lo hizo desde la idea de que el cine tenía que ser accesible a todos. Tuvo críticas desafortunadas, como todos, las de él fueron motivadas por su sentido moral, del cual afirmaba que si habría de ser violado, tendría que ser por las razones adecuadas. Su programa de televisión Siskel & Ebert & the movies signó, indicó el rumbo que deberían de tomar los programas dedicados al cine: apasionados, honestos, ajenos a intereses comerciales. Hoy podemos rastrear cientos y cientos de programas y columnas de cine que han seguido ese camino. También fue un hombre habitado por demonios, fue un hombre de pasiones, empero, supo hacerles frente con humildad y un tremendo optimismo. Acosado por el cáncer, falleció en abril del 2013. A su muerte le siguió un caudal inagotable de remembranzas, elogios y tributos, nunca antes vistos en la figura de un crítico de cine. Por todas estas razones el cineasta Steve James decidió hacerle una película.
            La frase anterior sugiere un error, porque supone que la decisión de filmar la biografía de Ebert nace con su muerte y no es el caso. La idea de filmar una película sobre su vida, su pasión, nació mucho antes, en conjunción con el mismo Ebert. La razón de filmar esta película fue el cine mismo. El amor que una persona le dedico, a lo largo de una vida, al arte de hacer películas.
            Desde el principio, Ebert toma el papel protagónico de la película de su vida. Asume el peso de la cinta dejándole a Steve James la libertad de narrar. Basada parcialmente en la autobiografía de Ebert con el mismo título, la película llega  a donde el miso autor no pudo llegar. El último año de su vida es visto con una gran sensibilidad, pero es fiel al relato, no abandona, ni en los momentos más duros, su ética de cineasta. El mismo Ebert le da esa lección. Siendo amigo de muchos de los directores que reseñaba en sus columnas, en su blog o en su programa, no permitió que su afecto medrara su juicio.
            Ebert fue un hombre moderno, así como rechazó desde el inicio la idea de escribir para públicos especializados a lo Pauline Keal –quien lo influenció a su vez–, afrontó las redes sociales. Después de que el cáncer lo dejara sin su mandíbula, condenándolo al silencio, hizo de su blog su voz. Configuró también un sitio que pronto se convirtió en la casa de todos los amantes del cine, sino en el refugio de otros críticos: rogerebert.com
                        James rescata también las tomas perdidas del programa con Siskel, en donde vemos este otro lado del hombre. Roger es competitivo. Su pasión por las películas lo llevaba a defender, a veces con altanería, sus gustos. Siendo un hombre inteligente, nunca perdió de vista que él no poseía la verdad, pero asumió su responsabilidad ante el público diciendo siempre lo que pensaba: fue integro.
            Comentar que Ebert fue el primer crítico de cine en ganar un Pulitzer es significativo a la hora de hacer inventarios o erigir monumentos. Si, ganó varios premios y fue justo merecedor de multitud de reconocimientos, a los que se suma esta película/biografía/homenaje, pero eso no significa nada al ver la enorme sonrisa del hombre, la valentía del hombre, la inocencia del hombre.

            No puedo olvidar a Steve James. James también es valiente y congruente en varios sentidos. Logra atravesar de manera inmaculada el fango de la vanidad. Sede su lugar, mejor dicho, entiende su lugar. El centro de esta historia no puede ser sino la historia misma. Deja su voz y su figura de lado y no reclama el protagonista que exigen la mayoría de los documentalistas desde Micheal Moore. El otro personaje de esta película no puede ser otro sino el cine mismo. Ahí están las películas que reseñó, los testimonios de cineastas que reconocen la influencia de la visión de Ebert en sus películas. Personajes como Scorssese o Werner Herzog se sientan a homenajear al hombre y al crítico.

viernes, 27 de marzo de 2015

Derramarse sombra : Derramarse Luz

Una obra de arte, una pintura, un poema, un solitario arpegio, nunca son solamente un “punto de vista”. Son un juego de relaciones, de correspondencias. Un tejido complejo de voces: visos y reflejos. Son también contexto: son Historia. Son Tiempo. Son Memoria. Son Narración.

El texto completo en la: Revista Parteaguas

domingo, 8 de marzo de 2015

Octavio Paz en su siglo - Christopher Domínguez Michael

La figura de Octavio Paz resulta, hoy más que nunca, necesaria para nuestra débil democracia. Vivimos un momento -demasiado largo, ya- en donde la apatía, el desdén y el derroche verbal, dominan el discurso público: ruido. No es un secreto que la prosa política pertenece a la más baja categoría: es retórica, estéril, artificiosa. En una época donde las revoluciones se resuelven en los memes y las causas se defienden en el Twitter, la defensa de la libertad, del lenguaje, de la crítica, por la que siempre luchó nuestro poeta, es fundamental. Tristemente, debemos afrontar, que a 17 años de su muerte no hemos aprendido a caminar por nosotros mismos, con nuestros propios pasos: no hemos logrado pensar solos. Qué lejos quedan ya los días de sus disputas públicas con Monsiváis, los días del encuentro Vuelta y Vargas Llosa, ya se sabe. Qué lejos estamos ya de Octavio Paz.
Enrique Krauze alguna vez dijo que Paz se murió con una pregunta sin respuesta: ¿qué cree que va a pasar? Octavio, el hombre, el poeta, el pensador, siempre tuvo a México como centro de su pensamiento y como tal, de sus preocupaciones: morales, intelectuales y sobre todo, estéticas.
Octavio fue un hombre en llamas y su obra lo es. Detrás de esa mirada azul, inquisitiva, habitaba un hombre que iba a caballo entre el compromiso y la responsabilidad social, y la libertad creadora. Esos y no otros fueron sus demonios. Era un hombre de pasiones. Su historia pertenece a la historia de las ideas. Participó activamente de su tiempo. Difícilmente encontraremos en los últimos 100 años una persona que haya tenido opiniones tan precisas por lo que lo rodeaba. Fue, como Nietzsche, un hombre que supo leer los signos de su presente, signos siempre en rotación, presente siempre perpetuo.
En el marco del centenario de su nacimiento se revivieron los viejos rencores, las infamias añejadas, las imposturas. Pero también -y esto es lo que importa- se le volvió a leer con entusiasmo. La historia le ha dado la razón, aunque tirios y troyanos ni se enteren, aunque los necios quieran seguir al pie de la batalla, combatientes. Su obra sigue viva. Sus versos inundaron las calles. El árbol de palabras, sauce de pelo suelto, sigue erguido.
Christopher Domínguez Michael es un historiador, ensayista y crítico literario que pudo atestiguar, vivir de cerca la "jefatura espiritual" -como él mismo la llama- de Octavio Paz. Formó parte del grupo de redacción de la revista Vuelta durante casi diez años, y desde ese lugar privilegiado aceptó un doble compromiso: el de escuchar y el de decir. Al lado de Octavio Paz pudieron discutir, participar más que presenciar, las ideas y las posturas. Paz fue, en este sentido, un guía moral. Los alentaba a pensar, a reflexionar, a dudar y a criticar. Si Octavio Paz fue fiel a algo durante toda su vida fue a la heterodoxia y a la disidencia. Nunca un punto fijo. Jamás adoptó, aunque coqueteó de cerca, una sola ideología. La ortodoxia es incondicional y con ello, ciega, sorda y sobre todo muda. Lo mismo se habría de esperar de la gente  que lo rodeaba. Christopher Domínguez Michael, junto con Guillermo Sheridan, han respondido al compromiso, al "llamado crítico".
En medio de la llama doble, de la llama azul, Domínguez Michael a escrito una biografía, ha reconstruido una vida sobre un hombre polémico, sobre una voz viva. No es una biografía de consigna, militante. Es una biografía escrita desde la cercanía y por ende, apazionada. Octavio Paz en su siglo es un libro trágico en el sentido griego: es un destino inexorable. Es la respuesta a la voz: no es un eco. Concede pero sabe disentir. Escucha, pero tiene voz propia. No pertenece a las biografías de bronce: no pretende justificar. Nos presenta a un hombre pleno, complejo, seductor. Nos presenta a una inteligencia ardiente.
En los primeros capítulos observamos al joven Octavio Paz crecer en el seno de una familia de orden liberal. La presencia del abuelo es notable. Igual que las páginas que conocemos de la infancia de Borges, la infancia de Paz también se dio rodeada de libros. Una biblioteca de más de 5000 libros que el abuelo acumuló y que no dudó en poner a disposición del nieto. Las disputas del momento no sólo se vivían y respiraban en la calle, en casa también se alimentaban. Su padre, seguidor de Zapata, le enseñó al pequeño Octavio la importancia de la defensa de los derechos. Su tía y su madre, fueron las manos de la ternura. El mantel, pues, no sólo olía a pólvora, sino también a tiempo y a memoria.
Al entrar a la Escuela Nacional Preparatoria (ENP) en el antiguo colegio de San Ildefonso, conoce no sólo a sus maestros, que serán los que lo instigarán a seguir su llamado estético, su pasión, sino a los amigos entrañables que lo impulsarán a seguir su llamado al compromiso. Ambos, maestros y amigos, serán siempre el hilo tensado que sostendrá su equilibrio. Los maestros, poetas vanguardistas de la época: Pellicer, Villaurutia, Cuesta, le abrirán las puertas de Rimbaud, Proust, Joyce; los amigos, Huerta, Revueltas y Bosch, lo acercarán a Marx y a la Revolución. El camino político de Paz es complejo, no comparto la visión de los vendidos, ni de los bandazos; en todo caso, el camino político de Paz es el camino de su tiempo. No participó de un pensamiento fijo, petrificado. Entendió su momento y fue flexible. Supo oponer ante la ideología la fuerza de su conciencia. Él decía que Neruda había sido su enemigo más querido, se acercó de nuevo a Neruda en sus momentos finales, acudiendo a Guillermo Sheridan a que le leyera su obra, que al final, es lo único que importa de la vida de un poeta. Pero su distancia se puede rastrear hasta el momento de que la presencia desbordada del poeta chileno le exigía a Paz la lealtad al partido que había pactado con los Nazis, la lealtad al líder, la lealtad a Stalin.
Nada hay que decir de la pluma del biógrafo. Posee un estilo, domina un estilo. Es a un tiempo erudito y generoso. Si algo acusan esos capítulos iniciales es una dependencia a la cita, pero particularmente, a la autoridad de Sheridan y a las memorias de Elena Garro. Se podría decir que el primero es una autoridad en esos años iniciales del poeta y que la segunda es el testigo más cercano al Nobel mexicano, sin embargo, al ceder demasiado la voz, termina por perderse la suya. No llegaré a decir que esas páginas iniciales  las pudo haber escrito cualquiera con la misma capacidad en el manejo de fuentes, pero sí, que no se necesitó de estar cerca del poeta para redactarlas. En todo caso, Christopher Domínguez Michael es una araña dedicada y laboriosa, que sabe tejer, de manera inmejorable, toda la información que llega a sus manos. El tejido es fino, sin ninguna costura áspera. Si esas primeras líneas son artesanales, él es un gran artesano. El artista, el escritor, el crítico brillante que todos leemos mes a mes en Letras Libres o en su columna, aparece más adelante.


El itinerario de viaje de Paz es accidentado, su cartografía es sinuosa, se mira, casi siempre, a través de cristales empañados, pero la maestría de Domínguez Michael nos lleva de la mano. Es nuestro guía mas no nuestro protector. No nos sitúa al margen de los peligros, lejos de eso, nos mete de lleno al centro de la flama, a la más viva controversia. Esta biografía es, sin lugar a dudas, el registro de un pensador. No cae en la tentación de hacer inventarios o catálogos aburridos y que nada aportan. Pero si nos nutre de datos precisos que son indispensables para entender el por qué de las polémicas de Paz. Nos presenta a su círculo de amigos, mejor dicho, a sus interlocutores. Actores polemistas de su tiempo todos. Es un detective severo y justo. Revela cosas de carácter íntimo pero no se distrae con el chisme fácil. No pierde nunca de vista su objeto, su búsqueda.
No ahondaré en más detalles sobre la vida de Octavio, el trabajo de su biógrafo es sobresaliente, en su lugar diré que Octavio Paz en su siglo es un libro que se deja leer de principio a fin sin accidentes, su prosa es fina y sus ideas son claras. En suma, este libro, junto con Poeta con paisaje de Sheridan, representa una postura franca, un testimonio crítico y una defensa leal, frente a toda la bruma confusa, profusa y difusa de que se valen sus detractores para deformar, ya que no pueden borrar, la figura de nuestro más grande poeta.
Empero, es preciso hacer un paréntesis y decir que al ir adentrándose en el follaje de sus hojas, se acusan dos ausencias, ausencias por demás imperdonables: la poesía y la plástica. De pronto, en esta imagen que nos presenta Domínguez Michael, se corre el riesgo de olvidar que ante todo, Octavio Paz, fue un poeta. Un poeta enamorado de la palabra y del color. Dicho de otra manera, el libro contiene poca poesía, digo más, la poesía termina por ser un accidente en esta biografía, la reduce al epígrafe de cada capítulo. Cierto, hay bosques de trabajos al respecto, pero en aquellos se pierde de vista al hombre y sólo se ve la obra; en cuanto a la segunda ausencia, están todos los pintores: Orozco, Tamayo, Duchamp, pero no su obra.Si Octavio Paz no hubiera sido un poeta y un pensador, de todos modos sería el más notable crítico y promotor del arte de nuestras letras.

Está el hombre mas no sus reverberaciónes.

No pretendo hacer con este texto una apología ni de Octavio Paz ni tampoco de Christopher Domínguez Michael, ninguno de ellos necesita de eso. Sus palabras hablan por sí mismas. Pero sí quiero terminar diciendo, que las últimas páginas del libro están redactados desde el dolor, desde la falta, emocional, moral e intelectual. Las últimas palabras son las palabras de un hombre que describe los momentos finales de su padre mientras agoniza. Hay dolor y el dolor no se esconde ni se exhibe: se expone. Son las palabras de un hijo que se está quedando huérfano. Conmueven y remueven. Por momentos recordé aquel maravilloso texto que le escribiera Alfonso Reyes a su padre (Oración del 9 de febrero). Esas palabras de Don Alfonso "son una de las piezas más perfectas y más conmovedoras en la historia de la prosa hispanoamericana, testimonio del amor filial y de la distancia irreparable". Estas palabras que dijo al respecto  del texto alfonsino Christopher Domínguez Michael, bien se podrían decir de su capítulo final. 

miércoles, 18 de febrero de 2015

Whiplash

El Jazz es inspiración, transpiración. Diálogo constante. Es un río que es una imagen que son sonidos: fluir inagotable. Su figura es la esfera, cerrada mas abierta. No es algo fijo. Es un constante construirse: take. Es poesía en comunión. Transmutación: protagonismo y agonismo. Vuelta y revuelta. Es la otra orilla, la invisible, inasible mas real. El Jazz es también propuesta, sentido y contrasentido. Es un absoluto efímero. Es Louis Armstrong en el Teatro de Champs Elysées, es Thelonious Monk en el Victoria Hall de Ginebra, es Bird en las calles de Nueva York o Miles en San Francisco. El Jazz no es un lugar en el espacio, es el centro de una estética. Es locura.

Whiplash es la opera prima de Damien Chazelle, un director que lo sabe todo de cine, pero que no sabe nada de Jazz. Trata a la música como si fuera una competencia deportiva en donde la preparación lo es todo: es Whiplash pero bien podría ser Rocky. Adepto del lema de que la letra con sangre entra, trata la historia con un velo de sufrimiento y abnegación que raya en lo chillante. No obstante, su argumento es de una solidez envidiable. No se distrae con nada que no aporte algo a la historia. Hay una economía de diálogos que debemos agradecer. Pese a ser una película educativa, que marca la relación de un profesor y sus alumnos, se libra pronto de los clichés moralmente edificantes establecidos por Dead Poet Society y toma un rumbo propio.
Pero hay que decirlo: No es una película de Jazz. Ni siquiera es una película sobre dos músicos. Es la historia de dos personas que buscan autodestruirse. Es una historia de fracaso y frustración. Fletcher (J.K. Simmons) es un profesor de música que utiliza como método de superación la degradación. Es un personaje lleno de enojo y de soberbia, que a falta de no haber sido él mismo el nuevo Charlie Parker, insiste en ser quien tire el platillo en la cabeza para crearlo. Andrew (Miles Teller) es un joven inseguro que está dispuesto a tirar su vida a la ventana por conseguir su sueño. Un joven que está dispuesto a hacer todo lo que le digan para no tener que tomar una decisión propia. La tensión que hay entre estos dos personajes es un creccendo que no puede sino terminar en la ruptura.
La música no alcanza a ser un personaje, lamentablemente. Hay Jazz pero bien podría haber huapangos. En ese sentido, es mentirosa. No hay músico de Jazz que no dialogue con otros músicos, que no toque, que no improvise. En este caso, hay una serie de músicos de sesión que son incapaces de la menor soltura y que enmudecen sin sus partiruras. No hay un solo momento donde estos personajes se deleiten de su creación. En un momento dado, Fletcher los invita a disfrutar, pero cómo lo van hacer si su visión es tortuosa, cómo disfrutar si todo es precisión, cómo van a disfrutar si todo es leído en un papel y no hay espacio para que suene la voz propia de cada músico.

Quien espere ver una película del corte de Bird, se decepcionará.
Quien espere ver una película del corte de A late quartet, se maravillará.

Empero, es una gran película digna de todos los elogios que se han vertido sobre ella. Su dirección es impecable y sus actuaciones son por demás dignas. Nuevamente: nada hay en ella que sea innecesario. Cada linea, cada toma, cada frame de la película están meticulosamente pensados: es prolija. Grabada con pocos recursos, prueba que una buena historia no puede ser substituida con meros montajes en postproducción. Posee una soltura y un manejo narrativo que envidiarían cineastas más maduros y con mayor trayectoria. Damien Chazelle nos ha entregado una película de nicho, una cinta que no le será indiferente a la memoria.

sábado, 31 de enero de 2015

Nueva columna de ((paréntessis))

Recientemente salió el último número de la Revista Parteaguas, que es el primero que además de su versión física, cuenta con soporte electrónico. En este número (el 33) también ve la luz mi primero texto como columnista. Ya en ocasiones he participado en ella con textos varios: cuento y ensayo, sobre todo. De ahí la relación, de ahí la invitación a volverme parte del equipo. La columna lleva el nombre de este espacio ((paréntessis)) para continuar la tradición. En este número también incluyen la presentación que hizo Antonio Ortuño sobre su más reciente libro "La Fila India" a la cual tuve el honor de participar y que hace poco les compartí lo que preparé para esa ocasión. Ahora, qué mejor que eso, es el mismo Ortuño quien les compartirá la génesis de su historia. Todo esto no implica que abandonaré este espacio, más de lo que ya esta. Pero dentro de las modestas entradas que comparta, añadiré las que escriba para la revista, entendiendo que difícilmente se conseguirá fuera de México. Tengo entendido que en el país se distribuye mediante la red de librerías Educal. Sin más, aquí la primer columna que no es sino una reflexión sobre el Ajedrez:

http://aguascalientes.gob.mx/temas/cultura/editorial/Parteaguas33.pdf