domingo, 26 de diciembre de 2010

Ya llegó la navidad... puta madre, que hueva

Llegó nuevamente el día en que, prácticamente, todo el mundo occidentalizado, celebra el nacimiento del hijo de Dios. Este año me viene la fecha con nuevas complicaciones. Mi hijo, a quien he decidido educar fuera de las normatividades religiosas, empieza a preguntar cosas que escucha en su escuela, frases aprendidas que no dicen nada. Su madre y un servidor, pues le respondemos con la naturalidad con la que siempre respondemos cualquiera de sus preguntas: Que es un día en que fuera de cualquier cosa, sirve de pretexto para reunir a la familia, muchas veces distantes, pero que primordialmente, es un día en que puede disfrutar de sus papás como cualquier otro. Que los regalos que recibe, se los damos nosotros, sus padres, sus abuelos, sus tíos y no esperamos a que amanezca con la luz del 25 de diciembre, para que encuentre regalos sorpresivos debajo de un árbol, previamente adornado.

En la casa de un servidor, esas cosas no existen, digo los árboles, las luces, el nacimiento o los adornos de Coca Cola, perdón, de Santa Claus, disculpen ustedes, cosas del departamento de marketing. Aunque los conflictos no son esos, como ya lo dije, al final mi hijo sabe perfectamente de quién son los presentes que recibe y que no hay ningún motivo detrás ni delante de ellos, que todo el amor que le tenemos. Para él, estas fechas no son fiestas, puesto que en cada oportunidad que hay, recibe obsequios, validados en que a su madre y a mí se nos da la gana, y nada más. Las dificultades se presentan cuando, ya una vez en la fiesta, llegan los primos y preguntan “¿qué le pediste al niño Dios?” y mi hijo con su desfachatez natural responde: ¿A quién?, -pues al niño Dios, él es quién nos trae los regalos –apuntan los primos incrédulos. Mi hijo, se limita a decir que los regalos se los dan sus papas y nada más. Luego se acercan a mí, los parientes y me ven con cara de loco y de sacrílego fariseo.
En esta ocasión me limité a preguntarles -¿Cómo le hacen, ustedes los católicos, para decirle a un niño que un día el niño Dios, el mismo hijo del Jefe de Jefes, le trajo regalos a él, porque lo considera un niño especial, y le cuentan la historia de un carpintero superpoderoso que murió de una manera atroz; y hay quién se atreve a sentarse a ver ese día la película de Jesus Chainsaw Masacre, perdón, La Pasión de Cristo no más para que el escuincle no sea malagradecido, así dicen: malagradecido (puta madre)... Total, ya me desvié, la duda es, ¿Cómo le hacen para explicarle a ese niño, ya una vez que compró la idea del carpintero, qué siempre no existe? Y no sólo eso, sino que lo mantuvieron engañado no se cuantos años con la cantaleta de que lo observaba detenidamente y que si no se portaba bien, se lo cargaba el payaso y se condenaría al lago de azufre, al crujir de dientes, a la eterna obscuridad. Y luego se preguntan porque los hijos no confían en los padres, si desde que nacieron no los bajan de estúpidos que todo lo creen, les llenan la cabeza de culpas y paranoias y después esperan, por la obra y gracia de su invención –es decir, Dios- que surjan personas equilibradas. NO MAMEN. En serio, no mamen. Claro que la cara que me pusieron mis parientes, jajaja, ya se imaginan, se cagaban los pobres: ¿que pueden decir?
Aclaro, yo no me meto con las creencias de nadie, ni afirmo o niego la existencia de un Dios, bueno la neta si la niego, pero en mi vida, tan sólo porque carece de sentido y no me resulta funcional; hay a quién sí le resulta, pues felicidades y no es ironía, es en serio. No me refiero a la creencia de nadie, me refiero a ese Dios que da regalos, ese es un invento de los padres, una tradición que empezó, a manera de representación, donde los hijos, eran vistos como el hijo de Dios y los padres como los Reyes que ofrendaron bendiciones al recién llegado. Pinches Megalomanos, ver a su hijo como el hijo Dios, ni el papá de Mozart creía esas mamadas, pero bueno. Total, que todo este desmadre, se arraigó tanto, que todo el mundo compró la mentira y ahora es parte del inconsciente colectivo, madres inconsciente colectivo, sí, que pedo, ya sueno como el pinche Jung; y ultimadamente ya me harté, espero hayan cenado muy rico, se la hayan pasado poca madre con su familia, que gocen de salud y todo lo demás, es cosa suya… llévensela leve, que todavía queda la peda del fin de año.

sábado, 18 de diciembre de 2010

En pocas palabras...

Después de todo, el conservar la esperanza,

no es más que un síntoma,

de que aún se puede caer más bajo.



Jonatan Frías.

viernes, 10 de diciembre de 2010

David Lynch - Mulholland Drive



Ya saben como son las cosas, un día están haciendo nada y de pronto los asalta un recuerdo y no pueden escapar de él. Y pues, que más queda sino devolverle una sonrisa a esa fría imagen de ustedes mismos 10 años más joven. Pero suele ser bastante divertido, recordar las ideas, los intereses, los estímulos de aquellos días. En esta ocasión (es curioso, porque no puedo recordar lo que me llevo a recordar lo que les voy a contar), el recuerdo me condujo hasta los días en que todavía estudiaba Filosofía en alguna universidad, las conversaciones, los libros, las discusiones frescas: Nietzsche, Schopenhauer, Kierkeggard, Kant. Las clases de estética y finalmente (el recuerdo) David Lynch.

Solíamos pasar nuestros días entre libros, películas y mucha música. Ya saben, en esos días a uno le da por acercarse a los tremendos: Miller, Faulkner, Rimbaud, Baudelaire, Poe, Mishima, Mirbeu, en las letras; en la música, que más sino: Patti Smith, Sonic Youth, Pixies, Jane’s Adiction, y en el cine: Lang, Tarkosvski, Bergman, Fellini, Buñuel, Jodorowski, Tarantino, Lynch y el más grande de todos: Kubrick.

Recuerdo una tarde que ofrecieron en la sala de proyecciones de la universidad Eraserhead y todos fuimos, maravillados, asombrados por esa épica visual y conceptual. En aquella ocasión un profesor nos contó una anécdota a propósito de Eraserhead y fue que, en un previo al estreno de la cinta, se proyectó en privado solo para gente del estudio, proyección que todos lamentaron y abominaron, todos excepto uno, que aseguró que ese joven director tendría un futuro brillante: ese uno fue Stanley Kubrick. En fin, que me dieron muchísimas ganas de ver otra ves sus películas esta semana y lo hice, una a una repase sus cortometrajes, incluido el que hizo para la fundación Lumiere, Eraserhead, El Hombre elefante, Blue Velvet, Twin Peaks, Una historia sencilla, Lost highway, Mulholland Drive y Enland Empire, ya imaginarán como terminé, porque además me la pase escuchando a los Beatles, por aquello de Lennon. Esta semana a sido un poco ácida, en el sentido chido, y total, que pensé en hablarles de Mulholland Drive.

En esta cinta, David Lynch, nos lleva a recorrer los truculentos caminos del laberinto simbolista que es su mente. Todo reflejado en el lado oscuro del mundo californiano. Betti, quién recientemente llegó a Los Ángeles, con la firme intención de convertirse en una estrella de cine, se descubre envuelta en una serie de eventos que terminaran por desquebrajar su mente. Un misterio sin resolver al más puro estilo de Borges. Uno presenciará un desfile de personajes surreales que revelarán y confundirán: Rita, Adam, El Vaquero. Toda la trama se echa a andar cuando Betti conoce a Ritta, quien no recuerda su identidad y ambas, se sumergirán en busca de respuestas y encontrarán que todos los caminos conducen al Silencio: There is no band, and yet, you heard the band; recuerden que todo lo que ven, no necesariamente esta ahí.

Y si el Silencio tiene respuestas en la película, que decir de la música. Angelo Badalamenti, nos vuelve a sorprender con un soundtrack memorable, inquieto, que trastorna y trastoca fibras sensibles. Lúgubre, como la estética misma de toda la película. La fotografía corre a cargo de Peter Deming, todo filtrado por el oscuro mundo de la mirada de Lynch. Una obra maestra del cineasta más propositivo (junto con Lars Von Tier y Park Chan Wook) de los últimos tiempos.


domingo, 5 de diciembre de 2010

El argentino que se hizo querer de todos


Ahh!! un año más. El pasado 20 de noviembre su servidor cumplió treinta años, es decir, oficialmente soy un adulto (cronológicamente hablando, claro). Me la pasé enfermo, con una gripe horrible y un amigo, que no temió al contagió, se acercó a mi casa a invitarme una cerveza, que dadas la circunstancias, tuvo que ser caliente. Si ya se, es horrible, pero es mejor que nada. Al final, pues en cama y solo. Pero Yo no vengo a decir un discurso sobre mi enfermedad, sino a platicarles de un libro que me obsequiaron con motivo de mi sentenciante día. Yo no vengo a decir un discurso (Mondadori, 2010) es el nuevo libro de Gabriel García Márquez, donde el autor colombiano reúne sus más destacadas intervenciones en los más diversos espacios. Desde los modestos coloquios en Bogotá, cuando recién comenzaba su inigualable trayectoria como constructor de imaginarios, hasta los suntuosos, como el discurso que ofreció ante la Academia de las Artes al recibir el premio Nobel. No creo que les apetezca leer lo que yo tenga que opinar sobre el texto, de tal suerte que les comparto uno de los discursos incluidos:



El argentino que se hizo querer de todos

Ciudad de México, 12 de febrero de 1994



Fui a Praga por última vez en el histórico año de 1986, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerra atroces y amores desaforados.


A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.


Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentando a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vedada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto malevo; sin embargo, fue ése el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aun para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía el pobre boxeador en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.


Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más impresionante que he tenido la suerte de conocer.


Años después, cuando ya éramos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a sí mismo en uno de sus cuentos mejor acabados, "El otro cielo", en el personaje de un latinoamericano en París que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo, Cortázar lo describió así: Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia. Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador del cuento no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera recibido una interpelación semejante. Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y flaco del mundo. En las muchas veces que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta dos semanas antes de su muerte parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez. Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que causó su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de la vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resistí a participar en lamentos y elegías por Julio Cortázar.


Preferí seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y a gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.