sábado, 23 de abril de 2011

Juan José Arreola - La Feria





Juan José Arreola, bueno, para mí ya se sabe... La calidad prosística de este hombre es tan grande, que no entiendo lo poco leído y lo poco valorado por la gente. No me refiero a esos académicos acartonados que todo lo saben dentro de sus engreídos argumentos: sofistas y nada más. No, me refiero a la gente, puesto que Arreola hablaba y escribía sobre la gente, sobre su pueblo (Zapotlán, hoy Ciudad Guzman, Jalisco), sus costumbres y tradiciones. Uno de los hombres que más sorprenden y sobrepasan los estériles intentos de homogeneización de un gobierno frágil y siniestro. Escucharlo hablar, los que tuvimos la fortuna, era una delicia. Uno de los pocos escritores que hablaban en prosa y que lo que escribía rebasaba cualquier estudio lingüístico.

Hace unos días me dio por releer un libro, que debo confesar, la primera vez que lo leí, no lo entendí del todo. Su historia no me oponía mayor dificultad, pero su forma, su estructura tan novedosa, sí. Publicado por primera vez en 1963, La Feria, de inmediato se insertó como uno de los clásicos de nuestras letras, una obra más de Arreola en esa lista, que empezaba a desbordarse. Rulfo, Paz, Chumacero y un largo etcétera, eran los nombres que llenaban las estanterías de nuestras librerías. Ya se cocinaba esa tormenta que cimbraría todos los cimientos de la literatura, llamada Rayuela. Acá en México Rayuela fue bien recibida, seguro estoy que sus formas tan aparentemente desestructuradas no sorprendieron a todos como en el resto del mundo, Arreola, recién había entregado esta novela (La Feria) que en su forma, también resulta revolucionaria y trascendente. Claro que el libro del mexicano nunca alcanzo los vuelos del libro del argentino o siquiera el mismo respeto de otros libros suyos, de Arreola quiero decir; sin embargo, La Feria, resulta uno de los libros más novedosas y vanguardistas de nuestras letras.

Escrita a manera de aforismos, que por momentos da la impresión de estar leyendo un libro filosófico, en la más pura tradición nietzscheana, Arreola nos narra, desde todos los puntos de vista, la historia de un pueblo que prepara la fiesta de su santo patrono. No hay ningún personaje principal, ni siquiera los nombra, sólo escuchamos durante todo el relato la voz del pueblo: desde el presidente municipal, hasta el niño que ayuda al panadero. La señora del hogar, el chico que trabaja en la editorial, el cura que afanosamente camina de sol a sol, rescatando limosnas para una mejor fiesta, todas las voces unidas en la más pura tradición del teatro griego. No podemos cometer el error de suponer que bajo estas referencias, es una obra seria, sí, en su fondo por supuesto, su crítica se sitúa encima de las fronteras, retratando un padecer humano, pero en su forma, este libro está lleno de humor, de ironía, de sarcástica franqueza.

Desde el inicio, incierto tal vez, se nos presentan todos los preparativos entusiastas por llevar a cabo la mejor de las fiestas. Todos están involucrados, el devoto creyente y el oportunista agnóstico. El pueblo entero vive esta tradición de celebrar a sus santos. Las tempestades no se dejan olvidar, la erupción de un volcán (hasta en eso es rico, puesto que con esos elementos, nos sitúa temporalmente la fiesta que se prepara, dado que nos narra la última actividad del Volcán Paricutín), severos terremotos y demás, interfieren en la festividad pero nunca en la persistencia, en la fe de los habitantes de Zapotlán.

Una obra que tendría que ser revisada exhaustivamente, al igual que toda su obra. Faltan re-ediciones, surtir de nuevo las librerías. Esa es una de las razones del olvido del pueblo hacía su escritor. No lo difunden, y los pocos intentos resultan estériles, siempre se dan en el marco de una academia aburguesada. Y para colmo, cuando el FCE editó sus obras completas y a un precio, verdaderamente accesible, hicieron un tiraje tan corto que daba vergüenza y claro, jamás lo re-editaron. Es una pena que a un autor de tal genialidad que hace palidecer a tantos otros, tengamos que buscarlo en antologías pauperrimas o en librerías de viejo, que es donde verdaderamente se le valora.

sábado, 16 de abril de 2011

La Soledad de América Latina - Gabriel García Márquez

Este es un discurso que en lo particular disfruto mucho. La primera vez que lo escuché, de voz del mismo García Márquez, me conmovió al borde de la lágrima. Tocó fibras sensibles, aún lo hace, respecto a la identidad de un ser solitario como yo. Les dejo los enlaces, sé que el discurso es largo y será difícil leerlo, siendo mejor, escucharlo, aunque los audios no están completos y el texto sí. Pueden complementar las cosas.


primera parte


segunda parte




Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.


Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.


La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.


Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.


De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.


Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.


Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.


No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.


América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.


No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.


Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.


Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.


Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.


Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.


En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

sábado, 9 de abril de 2011

En pocas palabras...

El que Dios sea incongnoscible, sólo nos asegura siglos y siglos de interminable estupidez: dialogada y escrita.

Jonatan Frías.

sábado, 2 de abril de 2011

El Peligroso Lado Oscuro de la Soledad

Hace unos años escribí un libro que no vio la luz. Era un libro impulsivo, lleno de enojo y sobre todo, muy juvenil. Algunos de los textos que venían en ese libro fueron rescatados y utilizados con otros fines, en diversos espacios. Algunos de ellos han venido a parar a este lugar. Con unos decidí dejarlos tal cual estaban, presentando, quizá para mí mismo, la forma en la que pensaba en aquellos días y sobre todo, las formas que tenía para expresarla. Uno de esos cuentos -dado que soy escritor de cuentos, por encima de cualquier cosa- llegó a este espacio con el título de The Dark Side of the Night, título pretencioso y altanero. Casualmente fue de lo primero que compartía con ustedes. Sé de antemano que mucha de la gente que visita este blog lo conoce, puesto que hemos entablado un diálogo desde aquellos días, hace más de dos años. Hace poco, buscando entre papeles lo encontré, dado que al exponerlo en este blog había terminado mi relación con él, y lo volví a leer. Creo que es un texto que tiene ciertas figuras que pertenecen más al mundo del cine Tarantiniano que al mundo de la literatura. Sus frases concretas y especificas, sin adornos ni metáforas, contado en primera persona desde diversos tiempos narrativos, hacen de él, más una suerte de guión que propiamente un cuento.


La cuestión es que decidí meterle algo de pluma y trabajarlo un poco en partes que consideré demasiado usadas: clichés narrativos que nada aportan. Con todo, la idea era respetar el espíritu de cuando lo escribí; solo, en mi estudio, escuchando guitarras y guitarras y más guitarras como se darán cuenta, ahora que la Revista Narrativas, tuvo a bien en incluir en su número 21 esta versión final de ese cuento, con el título El Peligroso Lado Oscuro de la Soledad.


Vuelvo a compartirlo con ustedes, esperando que el resultado final, sea más satisfactorio que la ocasión anterior.