lunes, 22 de septiembre de 2014

Juan José Arreola: El artesano de la palabra

Existen escritores que desde su primer libro, edifican el imaginario de lo que será la totalidad de su obra. En ese esbozo primigenio de construcciones literarias, poéticas, podemos ver las gesticulaciones, los rasgos, las peculiaridades sintácticas. El primer libro se nos aparece entonces como una piedra fundacional donde serán evidentes los vértices y vórtices de las distintas tradiciones literarias que confluyen en ella, además del cauce natural que habrá de adoptar su propio estilo. En las letras mexicanas, Juan José Arreola es el más grande exponente de este linaje fecundo y próspero. Varia Invención, aparecido en 1949, signó el molde de su escritura, su hibridación genérica, su constante diálogo con las tradiciones narrativas que le preceden. Borges, a quien Arreola habría de dedicarle incontables horas, henchidas de profunda admiración, dijo en el prólogo de Cuentos Fantásticos, que el título de Varia Invención podría abarcar el conjunto de su obra.
            Lector sagaz y escritor lúcido, Arreola invirtió el modelo borgiano haciéndolo propio. Su capacidad inventiva fue tal, que no sólo atrajo sus libros al terreno de la ficción, sino que arrastró al mismo autor a esas fronteras. Hizo de sí un personaje fantástico y entrañable. De familia de artesanos, aprendió desde joven la paciencia que habría de tener en la confección del hecho literario. Ajedrecista apasionado, devoto creyente, declamador inspirado, actor entregado, amante del cine francés, conductor de televisión, editor brillante, enamorado de la vida y de la mujer antes que de las letras, Juan José Arreola proveyó a las literatura mexicana de un refinamiento que hasta entonces sólo se había visto en el grupo de Los Contemporáneos.
            Al principio de su carrera literaria se le catalogó como el gemelo enemigo de Juan Rulfo. Por un lado, Arreola era el cosmopolita afrancesado, mientras Rulfo era el heredero natural de la novela de la Revolución. Uno hacía literatura realista y el otro se dedicaba a hacer parábolas y juguetes verbales imposibles de clasificar. Rulfo daba una imagen trágica y pesimista de México, mientras Arreola se desvivía por inventar historias que bien podrían caber dentro del terreno del absurdo, uno cercano a Azuela, el otro, a Beckett. La prosa del primero era seca, agreste, plagada de silencios y de hondas resonancias y la del segundo estaba llena de humor y preciosismo: “Yo estuve descalificado desde el principio, mi literatura no era para las masas, yo era, según la crítica pseudorevolucionaria, un  escritor exquisito y afrancesado, no apto para un país en formación que sólo quería escritores que afianzaran, exaltaran y difundieran los ideales de una revolución a la que Adolfo Gilly definió acertadamente como La revolución interrumpida”, cuenta él mismo en las memorias publicadas por su hijo: El último juglar.
Como lo estableció Gadamer en su obra Verdad y Método, la estrecha relación entre texto e interpretación resulta evidente teniendo en cuenta que ni siquiera un texto tradicional es siempre una realidad dada previamente a la interpretación. Es frecuente que sea la interpretación la que conduzca a la creación crítica del texto. Con esto, los críticos  de las generaciones posteriores, dotados de mayores herramientas, pudieron ver que dichas oposiciones eran equívocas y abordaron la obra de ambos desde una perspectiva menos maniquea, menos tradicionalista, más enfocada en sus particularidades literarias que en sus distancias, en suma: en su riqueza expresiva; descubrieron que entre ambos había notables afinidades sobre su forma de entender el objeto literario. Juan José Arreola entendía ese objeto como un conjunto que no se podía separar geográficamente: “Yo creo en la universalidad de la literatura, no en la literatura como expresión de una determinada causa, menos aún de la literatura como representación de un país y una cultura. Creo que Fedor Dostoievski seguirá siendo el más grande escritor de la tierra, porque desde su lejana Rusia, lejana en el tiempo y en la geografía, contó como nadie la trágica historia de la condición humana. Dostoievski ya no es de Rusia, es de los hombres del mundo que se ven en su espejo, y nada más”, dice también en El último juglar.
Toda aparición que implique nuevas formas narrativas en la creación literaria conlleva un cisma en la cartografía crítica. La primera reacción necesariamente será la de conferir nuevos y más amplios criterios a los ya establecidos; la siguiente, cerrarse sobre sus formas. Cualquier intento de clasificación resulta arriesgado y está condenado, por su misma naturaleza, a caducar tempranamente. Las pocas certidumbres que alcanza a dotar toda taxonomía literaria son necesariamente perecederas, pero esto no significa una barrera para el académico en su afán de construir diques contenedores: etiquetas y formas. Hay que reestrenar el mundo a toda costa, mientras las nuevas modalidades creativas y narrativas se insinúan insidiosamente como una mujer segura y definitiva.
            La amplia cultura del último juglar lo señala como el hombre representativo del siglo XX: un artista ecléctico capaz de absorber lo mejor de quienes lo antecedieron y proyectarlo como verdadera obra maestra. En su filosofía de vida, Arreola vacila entre la desilusión más profunda del existencialismo y la actitud escéptica y tranquila del realismo mágico o realismo mítico como lo llamaría Octavio Paz. Ejemplo cabal de esto es “El Guardagujas”, donde nos presenta la más profunda interpretación de su mundo de mediados de siglo. Un mundo azotado por las guerras, la descomposición social, la desesperanza: la absoluta incertidumbre. En este cuento, acaso de los más extensos de su obra, presenciamos un diálogo que se desarrolla entre un viajero y el viejo guardagujas; a través de las palabras vemos cómo poco a poco un cuento casi “histórico” donde asistimos,  grosso modo, a la historia de los ferrocarriles, se va convirtiendo, casi sin querer, en un mundo mágico y mítico en donde todo es posible.
         Arreola transformó el curso de la literatura mexicana con su inventiva deslumbrante y lo hizo de manera categórica, y con ello, posibilitó una escritura cuya capacidad de ser radica en la apertura, en la hipertextualidad y la fusión de fronteras genéricas. Arreola parte del hecho de que toda forma escritural es posible de ser metamorfoseada en materia literaria y por lo tanto es posible tensar sus marcos de modo tal que pueda intersectarse o mejor aún, injertarse en diversos géneros narrativos.
Escribió sólo cinco libros: Varia Invención, Confabulario, Bestiario, La Feria y Palindroma; revisó, reunió y cuidó varias antologías de cuentos y una de notas periodísticas titulada Inventario, y con esto, se sumó a una reducida lista de verdaderos poetas dentro de la prosa modelada en español. La prosa de Arreola está constituida por una imagen poética definitiva. Estiliza como un clásico, con una sintaxis clara y rigurosa, casi lapidaria. Tomó de sus maestros Schwob y Andreiev (que le abrió la puerta a toda la literatura rusa), su capacidad literaria y la llevó a un estilo propio. Elegante, como la de Borges, su prosa fascina y crea, apunta a las cimas más elevadas. Trabaja con un léxico culto, propio, noble; se sirve de las palabras de prosapia pero sabe refugiarse en la voz popular sin rebuscamientos ni ripios. Arreola ante todo, nos enarbola de una infalible felicidad verbal. Es un escritor honesto, humilde, que amó como pocos la literatura y que siempre fue, ante todo, un lector, como él mismo nos lo dice: “No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu […]. Vivo rodeado de sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente”.

jueves, 18 de septiembre de 2014

PALABRAS DE JOSÉ EMILIO PACHECO, PREMIO CERVANTES 2009

Embargado hasta su inicio. Sólo es válido el discurso pronunciado

Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señora Ministra de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Señora Presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y para las Artes de México, Presidenta de la Comunidad de Madrid, Sr. Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señores y señoras.
1947 es una fecha tan lejana como 1547. Ambas se han hundido en la sombra eterna y son irrecuperables. Tal vez la memoria inventa lo que evoca y la imaginación ilumina la densa cotidianeidad. Sin embargo, del mismo modo que para nosotros serán siempre gigantes los molinos de viento que acababan de instalarse en 1585 y eran la modernidad anterior a la invención de esta palabra, en algún plano es real otra experiencia: la de un niño que una mañana de Ciudad de México va con toda su escuela al Palacio de Bellas Artes y asiste asombrado a una representación del Quijote convertido en espectáculo.
Salvador Novo adapta y dirige la obra con música de un mexicano, Carlos Chávez, y un español, Jesús Bal y Gal. Novo pertenece al Grupo de Contemporáneos, equivalente exacto del Grupo de 1927 en España. Mucho tiempo después sabré que Novo había conseguido que en julio de 1936 su amigo Federico García Lorca estuviera precisamente en ese Palacio de Bellas Artes para presenciar el estreno mexicano de Bodas de Sangre interpretada por Margarita Xirgu.
A telón cerrado aparece el historiador árabe Cide Hamete Benengeli a quién Cervantes atribuye la novela. Cide Hamete Benengeli ha decidido abreviar la historia para que los niños de México puedan conocerla. La cortina se abre. De la oscuridad surge la venta que es un castillo para Don Quijote. Quiere ser armado caballero a fin de que pueda ofrecer sus hazañas a la sin par Dulcinea del Toboso, la mujer más bella del mundo.
Dos horas después termina la obra. Desciende de los aires Clavileño que en esta representación es un pegaso. Don Quijote y Sancho montan en él y se elevan aunque no desaparecen. El Caballero de la Triste Figura se despide: “No he muerto ni moriré nunca… Mi brazo fuerte está y estará siempre dispuesto a defender a los débiles y a socorrer a los necesitados”.
En aquella mañana tan remota descubro que hay otra realidad llamada ficción. Me es revelado también que mi habla de todos los días, la lengua en que nací y constituye mi única riqueza, puede ser para quien sepa emplearla algo semejante a la música del espectáculo, los colores de la ropa y de las casas que iluminan el 2 escenario. La historia del Quijote tiene el don de volar como aquel Clavileño. He entrado sin saberlo en lo que Carlos Fuentes define como el territorio de La Mancha. Ya nunca voy a abandonarlo.
Leo más tarde versiones infantiles del gran libro y encuentro que los demás leen otra historia. Para mí el Quijote no es cosa de risa. Me parece muy triste cuanto le sucede. Nadie puede sacarme de esta visión doliente.
En la mínima historia inconclusa de mi trato con la novela admirable hay a lo largo de tantos años muchos episodios que no describiré. Adolescente, me frustra no poder seguir de corrido la fascinación del relato: se opone lo que George Steiner designó como el aparato ortopédico de las notas. Me duele que las obras eternas no lo sean tanto porque el idioma cambia todos los días y con él se alteran los sentidos de las palabras. 
También me asombra que necesiten nota al pie términos familiares en el español de México, al menos en el México de aquellos años remotos: “de bulto” como las estatuillas de los santos que teníamos en casa: “el Malo”, el demonio”; “pelillos a la mar”, olvido de las ofensas; “curioso”, inteligente. Y tantas otras: “escarmenar”, “bastimento”, “cada y cuando”.
Ignoro si podría demostrase que el primer ejemplar del Quijote llegó a México en el equipaje de Mateo Alemán y en el mismo 1606 de su publicación. El autor del Guzmán de Alfarache había nacido en 1547 como Cervantes y estuvo en aquella Nueva España que don Miguel nunca alcanzó. 
Tal vez el gran cervantista mexicano de hace un siglo, Francisco A. de Icaza, hubiera rechazado como una más de las Supercherías y errores cervantinosesta atribución que me seduce. Por lo pronto me permite evocar en este recinto sagrado a Icaza, el mexicano de España y el español de México, a quien no se recuerda en ninguna de sus dos patrias. En todo caso sobrevive en el poema que le dedicó su amigo Antonio Machado: “No es profesor de energía / Francisco A. de Icaza, sino de melancolía”. Y en la inscripción que leen todos los visitantes de la Alhambra. Otra leyenda atribuye su inspiración al mismo mendigo de quien habló también Ángel Ganivet: “Dale limosna, mujer / pues no hay en la vida nada/como la pena de ser/ciego en Granada”.
Como todo, Internet es al mismo tiempo la cámara de los horrores y el Retablo de las Maravillas. No me dejará mentir la Red si les digo que el 30 de noviembre de 2009, en una rueda de prensa en la Feria de Guadalajara me preguntaron, con motivo del Premio Reina Sofía, si con él yo estaba en camino del Premio Cervantes. “Para nada”, contesté. “Lo veo muy lejano. Nunca lo voy a ganar”.
Al amanecer del lunes 30 la voz de la Señora Ministra de Cultura, Doña Ángeles González Sinde, me dio la noticia y me hundió en una irrealidad quijotesca de la que aún no despierto. Por aturdimiento, no por ingratitud, apenas en este día doy gracias al jurado por su generosidad al privilegiarme cuando apenas soy uno más entre los escritores de este idioma y hay tantas y tantos dignos con mucha mayor justificación que yo de estar ahora ante ustedes.
Para volver al plano de la realidad irreal o de la irrealidad real en que los personajes del Quijote pueden ser al mismo tiempo lectores del Quijote, me gustaría que el Premio Cervantes hubiera sido para Cervantes. Cómo hubiera aliviado sus últimos años el recibirlo. Se sabe que el inmenso éxito de su libro en poco o nada remedió su penuria.
Cuánto nos duele verlo o ver a su rival Lope de Vega humillándose ante los duques, condes y marqueses. La situación sólo ha cambiado de nombres. Casi todos los escritores somos, a querer o no, miembros de una orden mendicante. No es culpa de nuestra vileza esencial sino de un acontecimiento ya bimilenario que tiende a agudizarse en la era electrónica. 
En la Roma de Augusto quedó establecido el mercado del libro. A cada uno de sus integrantes -proveedores de tablillas de cera, papiros, pergaminos; copistas, editores, libreros- le fue asignado un pago o un medio de obtener ganancias. El único excluido fue el autor sin el cual nada de los demás existiría. Cervantes resultó la víctima ejemplar de este orden injusto. No hay en la literatura española una vida más llena de humillaciones y fracasos. Se dirá que gracias a esto hizo su obra maestra.
El Quijote es muchas cosas pero es también la venganza contra todo lo que Cervantes sufrió hasta el último día de su existencia. Si recurrimos a las comparaciones con la historia que vivió y padeció Cervantes, diremos que primero tuvo su derrota de la Armada Invencible y después, extracronológicamente, su gran victoria de Lepanto: El Quijote es la más alta ocasión que han visto los siglos de la lengua española.
Nada de lo que ocurre en este cruel 2010 -de los terremotos a la nube de ceniza, de la miseria creciente a la inusitada violencia que devasta a países como México- era previsible al comenzar el año. Todo cambia día a día, todo se corrompe, todo se destruye. Sin embargo en medio de la catástrofe, al centro del horror que nos cerca por todas partes, siguen en pie, y hoy como nunca son capaces de darnos respuestas, el misterio y la gloria del Quijote

viernes, 5 de septiembre de 2014

100 años con Nicanor Parra

Las conmemoraciones son arbitrarias. Se puede elegir cualquier punto en el tiempo y celebrarlo. No hacen falta más motivos que las ganas de celebrar. ¿Celebrar qué? Cualquier cosa, no hay reglas. Los números cerrados suelen gozar de mayor popularidad: 10, 15, 25, 50, etc. No se le ocurra celebrar, por ejemplo, el 43 o el 82, que son cifras de Cronopios y no de Famas respetables.
Este año se conmemoran varios centenarios: Paz, Cortázar, Casares, Huerta, Revueltas entre los más destacados. Generación basta y prodigiosa aquella del 14. Generación noble, crítica y sí, generosa. También combativa. Año signado por el lento e interminable tañer de los cañones. Todos vieron con espanto los días venideros: desesperanza. Dentro de esta pléyade de escritores también se cuenta a un hombre modesto al que podemos celebrar en vida: Nicanor Parra.
Hombre de una sensibilidad entrañable y una forma tan única de ver el mundo, pronto entendió que la poesía era (debía) ser algo más que un artefacto verbal: retórico. Hizo de sus palabras rizos y serpentinas. "Durante medio siglo la poesía fue el paraíso del tonto solemne hasta que vine yo y me instalé con mi montaña rusa". Más cercano a Huidobro que a Neruda, lo que el mundo conoció como la "antipoesía" no es sino "poesía en libertad", poesía en movimiento, lenguaje vivo. Sus cien años no son una arbitrariedad en el tiempo, son una riqueza del idioma. Nicanor Parra es un hombre de palabra(s). Comprometido, autentico, congruente.
No haré un inventario de sus libros y premios, cualquier curioso puede encontrarlos sin mayor dificultad. Nicanor Parra es más que esa suma, también arbitraria, de fama y prestigio. Es un poeta. Es un hombre que edificó realidades verbales, que alucinó pájaros ajenos a toda sintaxis, árboles y niños en la periferia de la gramática. Un hombre que amó apasionadamente su tierra. Que defendió su derecho a decir lo que quería y a decirlo como quería: su derecho al olvido y a la memoria: derechos inalienables del hombre.
Si antes me negué a hacer un inventario, tampoco haré de esto una cronología, baste decir que a lo largo de 100 años, Nicanor Parra ha sido un explorador. Poseedor de curiosidad inquisitiva, hizo del vasto terruño del saber su aldea. Su formación, Matemático y poeta, lo hizo dos veces marginal, dos veces poeta.
Celebremos pues -con la arbitrariedad del tiempo que ha llegado aquí desde no sé qué remota astronomía hasta este preciso instante- cien años de vida de Nicanor Parra.