El Jazz es inspiración, transpiración. Diálogo constante. Es un río que es una imagen que son sonidos: fluir inagotable. Su figura es la esfera, cerrada mas abierta. No es algo fijo. Es un constante construirse: take. Es poesía en comunión. Transmutación: protagonismo y agonismo. Vuelta y revuelta. Es la otra orilla, la invisible, inasible mas real. El Jazz es también propuesta, sentido y contrasentido. Es un absoluto efímero. Es Louis Armstrong en el Teatro de Champs Elysées, es Thelonious Monk en el Victoria Hall de Ginebra, es Bird en las calles de Nueva York o Miles en San Francisco. El Jazz no es un lugar en el espacio, es el centro de una estética. Es locura.
Whiplash es la opera prima de Damien Chazelle, un director que lo sabe todo de cine, pero que no sabe nada de Jazz. Trata a la música como si fuera una competencia deportiva en donde la preparación lo es todo: es Whiplash pero bien podría ser Rocky. Adepto del lema de que la letra con sangre entra, trata la historia con un velo de sufrimiento y abnegación que raya en lo chillante. No obstante, su argumento es de una solidez envidiable. No se distrae con nada que no aporte algo a la historia. Hay una economía de diálogos que debemos agradecer. Pese a ser una película educativa, que marca la relación de un profesor y sus alumnos, se libra pronto de los clichés moralmente edificantes establecidos por Dead Poet Society y toma un rumbo propio.
Pero hay que decirlo: No es una película de Jazz. Ni siquiera es una película sobre dos músicos. Es la historia de dos personas que buscan autodestruirse. Es una historia de fracaso y frustración. Fletcher (J.K. Simmons) es un profesor de música que utiliza como método de superación la degradación. Es un personaje lleno de enojo y de soberbia, que a falta de no haber sido él mismo el nuevo Charlie Parker, insiste en ser quien tire el platillo en la cabeza para crearlo. Andrew (Miles Teller) es un joven inseguro que está dispuesto a tirar su vida a la ventana por conseguir su sueño. Un joven que está dispuesto a hacer todo lo que le digan para no tener que tomar una decisión propia. La tensión que hay entre estos dos personajes es un creccendo que no puede sino terminar en la ruptura.
La música no alcanza a ser un personaje, lamentablemente. Hay Jazz pero bien podría haber huapangos. En ese sentido, es mentirosa. No hay músico de Jazz que no dialogue con otros músicos, que no toque, que no improvise. En este caso, hay una serie de músicos de sesión que son incapaces de la menor soltura y que enmudecen sin sus partiruras. No hay un solo momento donde estos personajes se deleiten de su creación. En un momento dado, Fletcher los invita a disfrutar, pero cómo lo van hacer si su visión es tortuosa, cómo disfrutar si todo es precisión, cómo van a disfrutar si todo es leído en un papel y no hay espacio para que suene la voz propia de cada músico.
Quien espere ver una película del corte de Bird, se decepcionará.
Quien espere ver una película del corte de A late quartet, se maravillará.
Empero, es una gran película digna de todos los elogios que se han vertido sobre ella. Su dirección es impecable y sus actuaciones son por demás dignas. Nuevamente: nada hay en ella que sea innecesario. Cada linea, cada toma, cada frame de la película están meticulosamente pensados: es prolija. Grabada con pocos recursos, prueba que una buena historia no puede ser substituida con meros montajes en postproducción. Posee una soltura y un manejo narrativo que envidiarían cineastas más maduros y con mayor trayectoria. Damien Chazelle nos ha entregado una película de nicho, una cinta que no le será indiferente a la memoria.