Hace unas semanas un buen amigo, Cesar Diz, presidente de la sociedad de librerías de Aguascalientes, hizo un video sobre la calle Matamoros en Aguascalientes, conocida con la calle del libro usado. Es un lugar muy rico en cosas y anécdotas, sobre todo la Librería Bibliofilia, donde durante ya más de cuatro años nos reunimos cotidianamente amigos de todas clases y tipos. El arcoíris zoocial que decoramos como lamparas gastadas la librería va desde filósofos trasnochados, comunistas devaluados, uno que otro escritor, fotógrafos, historiadores y demás fauna. Poco a poco nos hemos movido de lugar, puesto que el buen Cesar por más tolerante que sea, ya no puede ni caminar entre pilas de libros que sirven desde punto de encuentro para ideas en común y de las otras, hasta asientos improvisados, mesa de ajedrez y sostén de tazas de café. Hasta que llegó Martín y puso el Café Mandrágora justamente enfrente y ya no manchamos ningún libro de ninguna sustancia, vaya a ser que se nos enojen los autores de cuanto libro de superación personal hemos dañado con mucho gusto -es broma Cesar. Entonces el Café Mandrágora sirvió de cubil para el evidente café, el ajedrez ocasional y la grabación de múltiples programas de radio y podcast, donde siempre destaca el batidero con las cucharas en los audios de post-producción. Miguel y Armando al frente de Sexo y Mentiras, y por un tiempo un servidor con Cesar en el programa Letras de-Ambulantes. Y luego el buen Daniel, fanático de los pumas y de la buena prosa, puso justo doblando la esquina, el Centro Cultural Rayuela, donde los sábados existe una especie de cine club y se la pasan discutiendo a Lars Von Tier y a Park Chan Wook y gente de ese tipo. Algo hay distinto en ese lugar lleno de viniles de tango y materas por todos lados, que lo hace bastante agradable. Entonces pensé en compartirles ese video, un poco (la verdad es que mucho) cursi en la música y de grabación austera, pero al final, lo único que queda es ver donde caminamos diariamente algunas pocas personas que nos encanta pasar los días entre letras y pinturas y fotos y charlas llenas de esas cosas que dicen que no todo esta perdido. Ando algo solemne, y es por pura pendejés, la verdad es que esto es un pequeño saludo a toda la gente que he conocido por pasar mis días en esa librería, pero sobre todo a la que falta conocer. Por ahí nos encontramos.
lunes, 26 de abril de 2010
miércoles, 7 de abril de 2010
Carta a J. J. Arreola de Julio Cortázar
A propósito del libro que les comenté la anterior ocasión, me encontré con esta carta que le envió Cortázar a Arreola en 1954 y que se publicó en la revista de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Hace algunos meses, ya les había compartido una carta escrita al genio argentino por un periodista amigo suyo, creó que en aquella ocasión lo titulé El Gran Cronopio y pues esta vez, les comparto este texto, escrito por él, espero les guste.
París, 20 de septiembre de 1954
Querido Arreola: Hace varias semanas Emma me mandó sus dos libros, y al abrirlos me encontré con unas dedicatorias que me llenaron de alegría. Pero todo eso es nada al lado de la alegría de leer los cuentos, a toda carrera primero y después despacio, tomándome mi tiempo y sobre todo dándoles a ellos su propio tiempo, el que necesitan para madurar en la sensibilidad del que los lee. Ya habrá observado que uno de los problemas más temibles de los cuentos es que los lectores tienden a leerlos con la misma velocidad con que devoran los capítulos de una novela. Naturalmente, la concentración especial de todo cuento bien logrado se les escapa, porque no es lo mismo estirarse cómodamente en una butaca para ver “Gone with de Wind” que agazaparse, tenso, para los dieciocho minutos terribles de “Un chien andalou”. El resultado es que los cuentos se olvidan (¡como si pudiera olvidarse Bliss, como si pudiera olvidarse El prodigioso miligramo!). ¿No deberíamos fundar una escuela para educación de lectores de cuentos? Empezando por quitarles de la cabeza todas las ideas recibidas que existen desgraciadamente sobre la materia, rehaciéndoles la atención, la percepción y hasta los reflejos. Ya es tiempo de que en las universidades se cree la cátedra de cuentos, como suele haberla de poética. ¡Qué estupendas cosas se podrían enseñar en ella! Por lo demás los primeros colaboradores de la cátedra (como alumnos o profesores) deberían ser los mismos cuentistas. Es curioso que muchos de ellos no han reflexionado jamás sobre el género. No hablo de la reflexión estilística, pues no es imprescindible, sino de esa meditación primaria, en la cual colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su complicada topografía, y la responsabilidad que supone. El cuento está desprestigiado por los cuentos. ¿Ha visto usted lo que se publica habitualmente en las revistas? Para uno bueno, para un cuento que caiga parado como un gato de un cuarto piso, el resto o son recortes de una situación mucho más extensa (las tijeras son la haraganería del escritor, o su incapacidad para seguir adelante), o difusos tratamientos de cualquier tema, bueno o malo; lo que en realidad estropea a estos últimos es siempre la falta de concentración, de “ataque”. Y me parece que lo mejor de Confabulario y de Varia Invención nace de que usted posee lo que Rimbaud llamaba “le lieu et la formule”, la manera de agarrar al toro por los cuernos y no, ay, por la cola como tantos otros que fatigan las imprentas de este mundo. Y por eso acabo de leer sus cuentos —y releer los que más me gustan, y después superleerlos, que consiste en leerlos en el recuerdo—, y estoy contento. No por una razón hedónica, o porque me agrade saber que usted es un gran cuentista, sino porque vuelvo a sentirme seguro de que usted, de que yo, y de que otros cuya lista me ahorro porque usted la conoce de sobra, no estamos equivocados en el enfoque del cuento que hemos elegido y por el cual seguimos andando. Los franceses, por ejemplo, se equivocan de medio a medio en su tratamiento del cuento. ¿Cómo decirlo? Juegan al fútbol en vez de torear, someten la materia narrativa a una serie de evoluciones y combinaciones complejas, a largo plazo, es decir aplican la técnica privativa de la novela y que en ella da resultados maravillosos (que lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven —y esto es capital— que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo con el relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el mismo lenguaje más o menos discursivo de la novela. Pero dando un paso más abajo, no cuesta ver que ello sucede porque el impulso motor del cuento es novelesco, y ahí está la gran macana como decimos en la Argentina, ahí está la burrada sin perdón, creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino. La novela es una maravilla, pero su técnica malogra el cuento. Todo esto se lo decía yo a Emma en otra carta, pero me gusta repetírselo a usted al correr de la máquina, porque además tengo las pruebas más sólidas posibles que son sus cuentos. En sus libros hay cuentos de ensayo (y usted me lo previene en Varia Invención, donde habla de “balbuceo”), donde se ve cómo anda buscando el tono justo, y a veces no lo encuentra y el cuento se queda con una pata en el aire (“El Fraude”, por ejemplo, y no sé si usted estará de acuerdo). Pero la casi totalidad de los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco. Se lo siente desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una cuestión de tensiones, de comunicación. Yo creo que el blanco debe sentir una cosa así, según que la flecha lo alcance en los bordes (2 puntos) y el pleno centro (50 puntos, y a veces uno se gana un pollo). Es fulminante y fatal. Yo empiezo a leer “De balística” —no crea que lo cito por asociación con las flechas y el blanco—, o “El lay de Aristóteles”, y se acabó: instantáneamente pasa la corriente, se establece el circuito, y ya se puede caer el mundo encima que no soy capaz de sacar los ojos de la página. Yo creo que detrás de todo esto está ese hecho sencillo (y por eso tan inexplicable) de que usted es poeta, de que usted no puede ver las cosas más que con los ojos del poeta. Conste que no insinúo que sólo un poeta puede llegar a escribir hermosos cuentos. En rigor el cuento es una especie de parapoesía, una actividad misteriosamente marginal con relación a la poesía, y sin embargo unida a ella por lazos que faltan en la novela (donde la poesía vale apenas como aderezo, y es siempre una lástima por la una y por la otra). ¿Cómo le vienen a usted los cuentos? Yo, que incurro además en la poesía —por lo menos escribo poemas—, no he podido advertir hasta hoy diferencia alguna en mi estado de ánimo cuando hago las dos cosas. Mientras escribo un cuento, estoy sometido a un juego de tensiones que en nada se diferencian de las que me atrapan cuando escribo poemas. La diferencia es sobre todo técnica, porque los “cuentos poéticos” me producen más horror que la fiebre amarilla, y estoy siempre muy atento a que lo que ocurre en mis cuentos proponga al lector una estructura definida, una realidad dada, por irreal que sea para los ojos del lector de periódicos y los seres con-los-pies-en-la-tierra (¿qué son los pies, qué es la tierra?). Si encuentro en sus cuentos una fraternidad que me emociona y me hace desear ser su amigo, es precisamente esa soberana frescura con que planta usted sus árboles de palabras. Los planta sin el rodeo del que prepara literariamente su terreno y “crea una atmósfera”, como si la atmósfera no debiera ser el cuento mismo, la emanación irresistible de esa cosa que es el cuento. Un Henry James es un gran cuentista, pero sus cuentos son siempre hijos de sus novelas, están sometidos a la misma elaboración circunstancial previa, esa técnica de envolver al lector antes de soltarle el meollo del cuento. Cuando usted escribe “El rinoceronte”, le basta la primera frase (¡qué perfecta!) para que uno se olvide que está sentado en un sillón en un segundo piso de la rue Mazarine (una linda calle, créame) y que dentro de diez minutos le van a avisar que la comida está pronta. El “extrañamiento”, el traspaso al cuento es fulminante. Usted es una hormiga león, si son las hormigas león las que hacen un embudo en la arena para que sus víctimas resbalen al fondo. Cuatro palabras y zás, adentro. Pero vale la pena ser comido por usted.
Como esta carta no es una reseña, no le hablaré en detalle de todo lo que podría surgir de mis lecturas. Pero hay algo que, por ser tan infrecuente en nuestra América, me interesa señalarle. Me gusta su brevedad. Quizá con excepción de “El cuervero”, tan sabroso para un argentino que se queda maravillado de los giros, de la plástica de ese idioma que hablan las gentes mexicanas, creo que sus mejores cuentos son precisamente los cortos. Me asombra lo que usted es capaz de conseguir con tan poca materia verbal. “Sinesio de Rodas”, por ejemplo —que como otras cosas suyas me hace pensar en Borges, y creo que no es poco decir—, y el conmovedor y hermosísimo “Epitafio”, que me trajo a mi François Villon de cuerpo presente, enterito, con toda su dolida humanidad que sigue bailando aquí, cerca de mi casa, en las callejuelas de la place Maubert, antiguo refugio de truhanes y putas opulentas y sentimentales.
Podría seguir diciéndole tantas cosas, pero no quiero aburrirlo. ¿Nos veremos alguna vez? Si no viene usted por aquí, escríbame algún día que tenga ganas. Yo le iré mandando lo que publique, que será poco porque en Argentina las posibilidades editoriales están cada día peor. En todo caso le mandaré copias a máquina. Y usted también, mándeme sus cosas. Mi mujer, que ha leído sus cuentos con la misma alegría que yo, se une a mí en el gran abrazo que le enviamos, y que usted hará extensivo a Emma, tan buena e inteligente, y a la muy encantadora Anita y a los Alatorre.
Su amigo,
Julio Cortázar
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