En las últimas semanas he estado bastante sumergido en algunas lecturas cotazarianas y decidí intentar un texto sobre este gigantesco escritor Argentino y Latinoamericano. Aun trabajo en ello, sigo buscando adjetivos, frases que no sean en lo absoluto panfleteras ni melodramáticas. Pero en tanto escribo el punto final de ese texto, quiero compartir con ustedes una carta de Manuel Pereira, publicada hace un par de meses en la revista "Día Siete" con motivo del libro Papeles inesperados:
Desde la puerta entreabierta te vi dormir. Todo empenumbrado. Hundido en la almohada. Eras más barba que cara, durmiendo cuan largo eras. Entonces recordé lo que en una ocasión me dijo Lezama: “Julio padece una envidiable enfermedad llamada efebicia que lo mantiene joven al precio de que sus huesos crecen desmesuradamente”.
Cuando te lo conté, sonreíste con esos dientes separados que te daban un aire de niño malévolo. “Ese es otro de los mitos del gordo cósmico”, dijiste, ya no recuerdo si en la Bodeguita del Medio o viajando al centro de la tierra en las minas de oro de Siuna, o en algún Café del Quartier Latin. Pensando en la anorexia de Gide -me habían dicho que no tenías apetito, que no querías probar nada que tuviera sabores- salí del hospital de Saint-Lazare. Descendí por el faubourg hasta llegar a un arco y desembocar en una calle estrecha como una cuchillada. Calle de carteristas y alunados, en cuyas esquinas hay mujeres con cadenitas en los tobillos enseñando los muslos con ligas rojas o negras, que son los colores de moda para este invierno. Tristes cariátides en venta, en ese París que tu Rayuela me enseño a adivinar. La bofetada del pianista. Las escaleras que huelen a cebolla. Los paraguas negros. Los puentes sobre el Sena. El humo azul de los Gauloises.
París estaba ahí, aunque tú durmieras en el hospital, o más bien por eso mismo, pues ya para siempre esa ciudad será la más acabada escenografía de tu mejor sueño. Queso gruyère, hay un París subterráneo, el que más tu amabas. Delirante Dédalo de los metros, vertiginosa rayuela. Se mete uno por un agujero y sale por otro. Así me perdí esta tarde en que supe la noticia de tu muerte, y me encaminé a tu apartamento de la rue Martel donde estabas tendido. Un ataúd en medio de tu alcoba. Muchos amigos sentados en la sala. No sabía yo que en París velaban a los difuntos en sus casas.
Entrando, a derecha y a izquierda, tus libreros trepando por las paredes. El I ‘Ching y algunos libros sobre boxeo. Y un anaquel dedicado a Cuba donde convienen, entre otros, Paradiso de Lezama Lima, Calibán de Retamar, Las mil vidas del caminante de Luis Rogelio Nogueras, De Peña pobre de Cintío Vitier… En la sala está la discoteca (hay en tu casa más discos que libros) y al lado de tu sillón de cuero, un ejemplar sin abrir de la última edición de Marelle.
Tus últimos momentos parecían sacados de uno de esos cuentos tuyos en los que siempre reconociste la huella necrofílica de Poe. Entonces la ciudad soñada por ti empezó a fluir hacia el cementerio de Montparnasse en lo que fue la mañana más fría de esta temporada. El primero en aparecer fue Oliveira, seguido de Charlie Parker, que llega arrastrando un saxo. El señor de los Anillos salió de debajo de un sauce llorón. Sheridán Le Fanú aterrizó en su dragón volador, Melmoth, el Errabundo, se desenroscó de la flecha de la Sainte-Chapelle trayendo en hombros al bebé Rocamadour.
París se paraliza
Mientras tanto, a orillas del Quai des Grands Augustins, casi debajo del Puente Nuevo (aunque es el más viejo) emergió el Nautilus chorreando agua, y el capitán Nemo saltó a tierra para acudir a tu entierro. Del submarino salieron también Arthur Gordon Pym y Robinson Crusoe con su Viernes, su papagayo y su arcabuz. Corrieron, buscando el sur, por tus calles favoritas (la rue de l’Hirondelle y Git-le-coeur) sin oír las versiones disparatadas de los “bouquinistes” que –de tanto libro viejo que leen- creyeron que Ile de la Cité se había transformado en el Barco Ebrio, siendo así que el Square du Vert-Galant semejaba una proa cubierta de algas y Notre-Dame, una popa cuyos arbotantes eran remos fenicios.
Algo más emerge del Sena para asombro de turistas: es Alejandro Dumas escribiendo en una bañera alrededor de la cual los tres mosqueteros cruzan sus aceros con Nemo, Pym, Crusoe y Viernes, porque quieren llegar antes a la cita contigo. Detrás viene una mujer despacio, una mujer que no proyecta sombra, y se llama Nadja.
Todos van hacia Montparnasse. Y ese “todos” son tantos que se embotella el tráfico y la ciudad deviene un estruendo de bocinazos y silbatos. Dos automóviles chocan, de uno se apea Monzón y del otro, Boutier –ambos en pantalones cortos y con guantes- intercambiando trompadas. Un locutor de radio se queja de que el mestizo estropee la cara tan bella del francés. Todos los teléfonos empiezan a sonar. Las palomas a zurear. Las gaviotas a chillar.
Los cronopios siempre duermen la mañana, pegados a las sábanas. Es por eso que sólo con semejante escándalo han comenzado a desperezarse, asomándose a las claraboyas, trepándose en los techos abovedados, contemplando el fascinante espectáculo de 10 mil automóviles inmovilizados, y es tanta la gente que desesperada se mete en el metro que también estos acaban por atascarse y todo París se paraliza. Hasta el humo de las chimeneas se cristaliza en el aire: los cronopios más listos –entre los que están los clochards- se han percatado enseguida de que algo ocurre en el sur, hacia Montparnasse. Tus boxeadores predilectos han dejado de pelear y ahora corren hacia donde tú estas.
Todo fluye hacia ti, la ciudad entera ha invertido su diseño radiado y ahora todas las rues conducen a Montparnasse. Hasta las ráfagas de viento van a ese rumbo, arrastrando consigo a las gaviotas del Sena, y a las palomas de la Place de la Concorde. Algunos cronopios, perezosos o ingeniosos –que es casi lo mismo- en vez de bajarse de los tejados prefieren tender tablones de ventana a ventana, y así van pasando de un edificio a otro, hasta llegar a Montparnasse.
El juguete rabioso
Todavía hay un metro que funciona: la línea 6, dirección Nation. Funciona porque pasa por Montparnasse Bienvenue. En la estación de Trocadero entran Cemí, Foción y Fronesis –cual de los tres más gordos-: pero están tan trocados –en blanco y Trocadero- que en vez de ir directo hacen correspondencia en La Motte-Picquet, yendo a parar a Odeon, en la línea 10 dirección Gare D’Orleans-Austerlitz. El más sabio de los tres, que es José Cemí, decide tomar la línea 4, dirección Porte D’Orleans General-Leclerc (“¡otra vez Orleans!”, protestan Foción y Fronesis).
“No es lo mismo Porte que Gare”, aclara erudito Cemí. Así lo hacen y salen a la superficie por la boca del metro Raspail. Los tres resollando llegan al mismo tiempo que Dumas en su bañera pensativa, los dos boxeadores, los tres mosqueteros y los náufragos del Nautilus.
En ese momento ocurre lo inesperado. Llegan los siete locos disputándose navaja en mano un juguete rabioso. Hay un hombre mirándolos desde una esquina rosada, su mejilla decorada por una cicatriz rencorosa. El juguete rabioso tiene vida, y salta entre los contendientes, escapándoseles entre las piernas, toda vez que los siete locos miran boquiabiertos al cielo de donde desciende un globo que se posa crujiendo y desinflándose sobre unos plátanos deshojados. De la barquilla se descuelga Phileas Fogg cargando dos gatos, uno que habla alemán y se llama Teodoro W. Adorno; y otro que habla griego y se llama Demóstenes. El juguete rabioso –que carece de contornos precisos- se dilata hasta transfigurarse en un gordo coronado. Todos lo miran perplejos y exclaman algo así como “Hubo un rey” o “Ubu Rey”.
Otra mujer “sola solita”, deambula por el Boulevard Saint-Germain. Se le cae el bolso, se le cae la piel de zorro que cazó su abuelo en Lituania en el siglo XIX, se le cae la fosforera, todo se le cae; es un milagro ambulante. Se sienta a libar un whisky en el Deux-Magots. Es tan maga la Maga que nadie se explica todavía cómo estando tomándose un whisky en el Deux-Magots puede estar al mismo tiempo en Montparnasse, dando paseos ensimismados entre las tumbas.
Dios enfermo
Hay otra mujer apartada, que se apoya en un ángel de mármol con ganas de sollozar, ¿será Glenda, a quien tanto queremos?
Siguen llegando las criaturas de tu sueño interminable, tus más íntimos amigos, entre los que se mezclan autores y personajes en esta especie de huelga contra la muerte. Alguien (o alguienes) que anda(n) por ahí, son Mr. Jeckyll y el Dr. Hyde. Llega en la maquina del tiempo Wells con una flor en la mano. Llega, en una maquina negra –que parece murciélago-, Fantomas. Llega en otra maquinaria aún más inverosímil –porque es sutilmente inútil- Raymond Roussell con el afán de contarte sus impresiones de África.
Otros no tuvieron que venir de tan lejos, porque ya estaban allí esperándote desde años atrás: Maupasant –que no era santo de tu devoción- se aleja de su Bola de Sebo y un corito de famas. Huysmans se para de cabeza, es decir, al revés. Pero, sobre todo, están allí Tzara con su cara de hombre aproximativo y Baudelaire con su albatros.
Al lado de este último –competencia de raras avis- está Poe con su cuervo, haciendo muecas de epiléptico. De pronto aparece Cesar Vallejo, cuya lápida reza: “Nací un día que Dios estuvo enfermo”. Un tal Lucas se desliza al fondo de este grupo. Cocteau llega tarde, envuelto en una nube de humo indescifrable, el gabán desflecado. Desde Nicaragua llega Rubén Darío vestido de mariscal.
Entre los que no han tenido que venir a verte –porque ya estaban allí- aparece la frágil silueta de Carol Dunlop –cámara en mano-, compañera de tu última aventura en la cosmopista que conduce a Marsella, que conduce a la vida, donde ahora estás, Julio, con todos tus invitados en la gran fiesta de la imaginación. Otros irán llegando…
Espero hayan disfrutado de esta bellisima carta, que ejemplifica de manera sublime lo que Cortázar es y representa, si, para Manuel, su amigo; pero también para todos lo que sentimos a Julio (perdonen mi atrevimiento) como uno de nosotros, uno más en las reuniones que gozamos. Estamos en contacto y próximamente compartiré con ustedes esos párrafos que preparo sobre este hermoso Cronopio.
Cuando te lo conté, sonreíste con esos dientes separados que te daban un aire de niño malévolo. “Ese es otro de los mitos del gordo cósmico”, dijiste, ya no recuerdo si en la Bodeguita del Medio o viajando al centro de la tierra en las minas de oro de Siuna, o en algún Café del Quartier Latin. Pensando en la anorexia de Gide -me habían dicho que no tenías apetito, que no querías probar nada que tuviera sabores- salí del hospital de Saint-Lazare. Descendí por el faubourg hasta llegar a un arco y desembocar en una calle estrecha como una cuchillada. Calle de carteristas y alunados, en cuyas esquinas hay mujeres con cadenitas en los tobillos enseñando los muslos con ligas rojas o negras, que son los colores de moda para este invierno. Tristes cariátides en venta, en ese París que tu Rayuela me enseño a adivinar. La bofetada del pianista. Las escaleras que huelen a cebolla. Los paraguas negros. Los puentes sobre el Sena. El humo azul de los Gauloises.
París estaba ahí, aunque tú durmieras en el hospital, o más bien por eso mismo, pues ya para siempre esa ciudad será la más acabada escenografía de tu mejor sueño. Queso gruyère, hay un París subterráneo, el que más tu amabas. Delirante Dédalo de los metros, vertiginosa rayuela. Se mete uno por un agujero y sale por otro. Así me perdí esta tarde en que supe la noticia de tu muerte, y me encaminé a tu apartamento de la rue Martel donde estabas tendido. Un ataúd en medio de tu alcoba. Muchos amigos sentados en la sala. No sabía yo que en París velaban a los difuntos en sus casas.
Entrando, a derecha y a izquierda, tus libreros trepando por las paredes. El I ‘Ching y algunos libros sobre boxeo. Y un anaquel dedicado a Cuba donde convienen, entre otros, Paradiso de Lezama Lima, Calibán de Retamar, Las mil vidas del caminante de Luis Rogelio Nogueras, De Peña pobre de Cintío Vitier… En la sala está la discoteca (hay en tu casa más discos que libros) y al lado de tu sillón de cuero, un ejemplar sin abrir de la última edición de Marelle.
Tus últimos momentos parecían sacados de uno de esos cuentos tuyos en los que siempre reconociste la huella necrofílica de Poe. Entonces la ciudad soñada por ti empezó a fluir hacia el cementerio de Montparnasse en lo que fue la mañana más fría de esta temporada. El primero en aparecer fue Oliveira, seguido de Charlie Parker, que llega arrastrando un saxo. El señor de los Anillos salió de debajo de un sauce llorón. Sheridán Le Fanú aterrizó en su dragón volador, Melmoth, el Errabundo, se desenroscó de la flecha de la Sainte-Chapelle trayendo en hombros al bebé Rocamadour.
París se paraliza
Mientras tanto, a orillas del Quai des Grands Augustins, casi debajo del Puente Nuevo (aunque es el más viejo) emergió el Nautilus chorreando agua, y el capitán Nemo saltó a tierra para acudir a tu entierro. Del submarino salieron también Arthur Gordon Pym y Robinson Crusoe con su Viernes, su papagayo y su arcabuz. Corrieron, buscando el sur, por tus calles favoritas (la rue de l’Hirondelle y Git-le-coeur) sin oír las versiones disparatadas de los “bouquinistes” que –de tanto libro viejo que leen- creyeron que Ile de la Cité se había transformado en el Barco Ebrio, siendo así que el Square du Vert-Galant semejaba una proa cubierta de algas y Notre-Dame, una popa cuyos arbotantes eran remos fenicios.
Algo más emerge del Sena para asombro de turistas: es Alejandro Dumas escribiendo en una bañera alrededor de la cual los tres mosqueteros cruzan sus aceros con Nemo, Pym, Crusoe y Viernes, porque quieren llegar antes a la cita contigo. Detrás viene una mujer despacio, una mujer que no proyecta sombra, y se llama Nadja.
Todos van hacia Montparnasse. Y ese “todos” son tantos que se embotella el tráfico y la ciudad deviene un estruendo de bocinazos y silbatos. Dos automóviles chocan, de uno se apea Monzón y del otro, Boutier –ambos en pantalones cortos y con guantes- intercambiando trompadas. Un locutor de radio se queja de que el mestizo estropee la cara tan bella del francés. Todos los teléfonos empiezan a sonar. Las palomas a zurear. Las gaviotas a chillar.
Los cronopios siempre duermen la mañana, pegados a las sábanas. Es por eso que sólo con semejante escándalo han comenzado a desperezarse, asomándose a las claraboyas, trepándose en los techos abovedados, contemplando el fascinante espectáculo de 10 mil automóviles inmovilizados, y es tanta la gente que desesperada se mete en el metro que también estos acaban por atascarse y todo París se paraliza. Hasta el humo de las chimeneas se cristaliza en el aire: los cronopios más listos –entre los que están los clochards- se han percatado enseguida de que algo ocurre en el sur, hacia Montparnasse. Tus boxeadores predilectos han dejado de pelear y ahora corren hacia donde tú estas.
Todo fluye hacia ti, la ciudad entera ha invertido su diseño radiado y ahora todas las rues conducen a Montparnasse. Hasta las ráfagas de viento van a ese rumbo, arrastrando consigo a las gaviotas del Sena, y a las palomas de la Place de la Concorde. Algunos cronopios, perezosos o ingeniosos –que es casi lo mismo- en vez de bajarse de los tejados prefieren tender tablones de ventana a ventana, y así van pasando de un edificio a otro, hasta llegar a Montparnasse.
El juguete rabioso
Todavía hay un metro que funciona: la línea 6, dirección Nation. Funciona porque pasa por Montparnasse Bienvenue. En la estación de Trocadero entran Cemí, Foción y Fronesis –cual de los tres más gordos-: pero están tan trocados –en blanco y Trocadero- que en vez de ir directo hacen correspondencia en La Motte-Picquet, yendo a parar a Odeon, en la línea 10 dirección Gare D’Orleans-Austerlitz. El más sabio de los tres, que es José Cemí, decide tomar la línea 4, dirección Porte D’Orleans General-Leclerc (“¡otra vez Orleans!”, protestan Foción y Fronesis).
“No es lo mismo Porte que Gare”, aclara erudito Cemí. Así lo hacen y salen a la superficie por la boca del metro Raspail. Los tres resollando llegan al mismo tiempo que Dumas en su bañera pensativa, los dos boxeadores, los tres mosqueteros y los náufragos del Nautilus.
En ese momento ocurre lo inesperado. Llegan los siete locos disputándose navaja en mano un juguete rabioso. Hay un hombre mirándolos desde una esquina rosada, su mejilla decorada por una cicatriz rencorosa. El juguete rabioso tiene vida, y salta entre los contendientes, escapándoseles entre las piernas, toda vez que los siete locos miran boquiabiertos al cielo de donde desciende un globo que se posa crujiendo y desinflándose sobre unos plátanos deshojados. De la barquilla se descuelga Phileas Fogg cargando dos gatos, uno que habla alemán y se llama Teodoro W. Adorno; y otro que habla griego y se llama Demóstenes. El juguete rabioso –que carece de contornos precisos- se dilata hasta transfigurarse en un gordo coronado. Todos lo miran perplejos y exclaman algo así como “Hubo un rey” o “Ubu Rey”.
Otra mujer “sola solita”, deambula por el Boulevard Saint-Germain. Se le cae el bolso, se le cae la piel de zorro que cazó su abuelo en Lituania en el siglo XIX, se le cae la fosforera, todo se le cae; es un milagro ambulante. Se sienta a libar un whisky en el Deux-Magots. Es tan maga la Maga que nadie se explica todavía cómo estando tomándose un whisky en el Deux-Magots puede estar al mismo tiempo en Montparnasse, dando paseos ensimismados entre las tumbas.
Dios enfermo
Hay otra mujer apartada, que se apoya en un ángel de mármol con ganas de sollozar, ¿será Glenda, a quien tanto queremos?
Siguen llegando las criaturas de tu sueño interminable, tus más íntimos amigos, entre los que se mezclan autores y personajes en esta especie de huelga contra la muerte. Alguien (o alguienes) que anda(n) por ahí, son Mr. Jeckyll y el Dr. Hyde. Llega en la maquina del tiempo Wells con una flor en la mano. Llega, en una maquina negra –que parece murciélago-, Fantomas. Llega en otra maquinaria aún más inverosímil –porque es sutilmente inútil- Raymond Roussell con el afán de contarte sus impresiones de África.
Otros no tuvieron que venir de tan lejos, porque ya estaban allí esperándote desde años atrás: Maupasant –que no era santo de tu devoción- se aleja de su Bola de Sebo y un corito de famas. Huysmans se para de cabeza, es decir, al revés. Pero, sobre todo, están allí Tzara con su cara de hombre aproximativo y Baudelaire con su albatros.
Al lado de este último –competencia de raras avis- está Poe con su cuervo, haciendo muecas de epiléptico. De pronto aparece Cesar Vallejo, cuya lápida reza: “Nací un día que Dios estuvo enfermo”. Un tal Lucas se desliza al fondo de este grupo. Cocteau llega tarde, envuelto en una nube de humo indescifrable, el gabán desflecado. Desde Nicaragua llega Rubén Darío vestido de mariscal.
Entre los que no han tenido que venir a verte –porque ya estaban allí- aparece la frágil silueta de Carol Dunlop –cámara en mano-, compañera de tu última aventura en la cosmopista que conduce a Marsella, que conduce a la vida, donde ahora estás, Julio, con todos tus invitados en la gran fiesta de la imaginación. Otros irán llegando…
Espero hayan disfrutado de esta bellisima carta, que ejemplifica de manera sublime lo que Cortázar es y representa, si, para Manuel, su amigo; pero también para todos lo que sentimos a Julio (perdonen mi atrevimiento) como uno de nosotros, uno más en las reuniones que gozamos. Estamos en contacto y próximamente compartiré con ustedes esos párrafos que preparo sobre este hermoso Cronopio.